El abrazo del oso
Todos los movimientos cuyo proyecto fundamental consiste en la transformación radical del mundo al que pertenecen tienen en la contestación de sus principales procesos, y en la impugnación del modelo que los inspira, su único cumplimiento posible. La fractura de la estructura social dominante y de los poderes en los que se apoya son su razón de ser, su modo privilegiado de existencia. Cejar en ese enfrentamiento no es quemar las naves, es quedarse sin mar, pues sólo el antagonismo los hace existir. La agitada movilización estudiantil e intelectual de los años 60, su repudio sin concesiones de las autosatisfechas prácticas consumistas, su rechazo del crecimiento a cualquier precio, su denuncia de la sociedad del espectáculo, su utopía adolescente de pedir lo imposible y su postulación absoluta de cambiar la vida, supusieron una sacudida importante de la omnipotencia capitalista del mercado y del triunfalismo de los comportamientos desarrollistas de masas. El proceso tuvo su expresión culminante en los acontecimientos rupturistas de la primavera del 1968.
Pero las acciones de hostigamiento cesaron poco a poco, la pugnacidad del movimiento comenzó a agotarse y el abrazo del oso se hizo irresistible. Los partidos tradicionales, sobre todo los de izquierda, y las grandes instituciones y organizaciones sociales se sintieron amenazados en su legitimidad y fagocitaron aquellos modos y propósitos del 68 que les parecían más peligrosos para su dominación, utilizándolos para restañar, recurriendo al juego institucional, los quebrantos que se les habían causado y para prevenir los destrozos que pudieran producirse en el futuro. En el entretanto la voluntad de cambio había perdido su filo radical, se entraba en la banalización normalizadora de las principales mutaciones que se habían suscitado y se entregaban al consumo los nuevos territorios alumbrados. Las aguas, pues, volvieron a su cauce, no sin dejar, claro está, algunos vestigios de lo que habían acarreado: la exaltación de la libertad sin límites ni contrapartidas -la década fue, de alguna manera, libertaria-; la reivindicación de lo cualitativo, y en especial de la calidad de la vida, frente al cuantitativismo economicista; el primado de la naturaleza y del hombre frente al progreso tecnológico y productivo; el principio del placer y de la realización personal como vertebradores de la existencia humana. Restos del naufragio de una esperanza que estaba comenzando a ser realidad.
En las últimas décadas del siglo pasado la economía financiera se arroga la primacía de la vida económica sustituyendo en esa posición a la economía real de bienes y servicios. Simultáneamente, en base a la mitificación de las virtudes del comercio internacional y a la desregulación de los marcos normativos de los Estados, se acelera y confirma la internacionalización de la actividad económica y las compañías multinacionales, de vocación intrínsecamente mundial, se convierten en los protagonistas indisputables de la creación de riqueza. La multiplicación, en todos los sectores, de los procesos plurinacionales y la emergencia de un mercado global, pronto dominante, hacen de la mundialización financiera, de impronta conservadora, el paradigma triunfante. Sobre todo porque al utilizar como único sistema de evaluación económica el modelo liberal clásico y su conjunto de variables, pueden ignorarse obstinadamente los costos sociales y medioambientales que genera y negarse a tener en cuenta otros indicadores, incluso los parámetros propuestos por el Programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas (UNDP) y su opción humanista. Con lo que los resultados no pueden ser, en virtud de la tautología de su método de cómputo, sino excelentes, ya que, más allá de algunas crisis de contexto y coyuntura, el sistema sigue operando y puede sostenerse que nunca ha producido tanta riqueza de ese tipo.
Lo más perturbador de esta situación es que, según los analistas más fiables y los responsables de los organismos económicos internacionales, la superabundancia productiva que anuncian las cifras, se traduce en un aumento persistente de la miseria y de la degradación de las condiciones de vida, así como en un auge dramático de las desigualdades. A la simultaneidad de tanta riqueza y de tanta miseria, de tantas posibilidades económicas y de tantos malogros sociales, que, además, nuestra sociedad mediática nos exhibe a diario, ha venido a añadirse la perversión y las corrupciones de lo que se está llamando democracia de mercado. Que no funciona. El sectarismo partitocrático, la incontrolable cratofagia de las organizaciones políticas y la voracidad insaciable de las grandes empresas han generado una desafección, cada vez más general, de los ciudadanos por la actividad política y el funcionamiento empresarial. Rechazo que debe mucho a las trampas y a los chanchullos que forman parte del ejercicio diario de eminentes políticos y empresarios, por los que en ocasiones pagan el precio de la cárcel, pero nunca del descrédito personal y el ostracismo social. Sinvergüenzas pero ricos, es decir, poderosos y celebrados, lo que hace imposible acabar con esos modos fulleros de comportamiento profesional.
En cualquier caso la continua contracción de los puestos permanentes de trabajo, que han instalado el paro y la precariedad en el cogollo mismo de la estructura laboral, aparece estrechamente vinculada a la concentración empresarial y a sus OPAs, para muchos directamente derivadas de la mundialización liberal-conservadora, a la que la arquitectura político-institucional, de condición intergubernamental, y las organizaciones globales paralelas -G-7/G-8, G-20-, sirven de legitimación y apoyo. Era pues no sólo coherente, sino de alguna manera inevitable que los primeros levantamientos contra este estado de cosas, se produjeran con ocasión de reuniones convocadas por ellas, susceptibles de favorecer a los Estados del Norte y a sus multinacionales. Un abigarrado conjunto de grupos pacifistas, de organizaciones contra la deuda externa de los países del Sur -Global Exchange, Direct Action Network, etcétera- de colectivos ecologistas, profesionales, feministas, religiosos, sindicalistas, humanitarios, y en general de las redes de activistas de progreso y de actores solidarios, procedentes en especial de Europa y América, fueron/son sus principales impulsores. Después de algunas acciones pioneras contra las asambleas del Banco Mundial y del FMI a finales de los años 80; de la aparición del neozapatismo antiglobalizador en Chiapas; de la resistencia paralizadora del Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI) promovido por la OCDE en 1997 en París, fue la extraordinaria movilización de noviembre de 1999 en Seattle, que consiguió impedir la reunión de la OMC y el lanzamiento de la Ronda del Milenio, la que constituyó el gran aldabonazo mediático que impuso al movimiento antiglobalizador, luego más apropiadamente designado como altermundista.
A partir de ahí, todas las cumbres de los grandes de este mundo y de sus instituciones internacionales concitaron la pacífica pero ruidosa repulsa de los grupos y asociaciones de base, aglutinados, de manera informal, en el movimiento social mundial. La contestación de las reuniones de Bangkok, Washington, Melbourne, Praga y Seúl en el año 2000; las de Quebec, Buenos Aires, Barcelona, México y Doha en el 2001; las de Monterrey, Madrid, Roma, Sevilla, de nuevo Barcelona, Toronto, Calgary, México y Copenhague en el 2002, y finalmente las seis del año último instalaron, de forma definitiva, la impugnación altermundista en el mapa de la geopolítica mundial. El reproche del carácter puramente negativo de todas estas acciones y la conciencia de que había que pasar de la crítica a la proposición encontró respuesta en los Foros sociales de los que, desde el 2001, el Foro Mundial de Porto Alegre fue modelo y emblema. Su combinación de debates y proyectos, su contraposición al Foro Económico de Davos; sus objetivos al mismo tiempo locales -tomando pie en el presupuesto municipal participativo de la ciudad de Porto Alegre- y globales; su vocación radicalmente pacífica y el horizonte de sus utopías concretas con el voluntarismo de su lema otro mundo es posible, le otorgaron una extraordinaria capacidad de convocatoria. De 25.000 a más de 100.000 participantes en el reciente Foro de Mumbay, de 50 a más de 130 países y una incontenible multiplicación de Foros nacionales y locales han dotado a la opción altermundista y a sus propósitos de una notable visibilidad que los medios de comunicación no han querido/podido ocultar.
Todo esto, sin embargo, no hubiera sido posible sin el soporte institucional de la ciudad de Porto Alegre y de su Estado y sin una cierta formalización de sus modalidades operativas. Los altermundistas siguen rechazando la creación de estructuras centrales de poder que los representen y que sus reuniones terminen con las habituales Declaraciones y Conclusiones propias de los encuentros políticos, y siguen insistiendo en la naturaleza absolutamente múltiple y autónoma de sus proyectos y acciones. Pero eso no impide que poco a poco vayan emergiendo unas líneas comunes dominantes, que se instalen las luchas por el poder, que comiencen a aparecer inercias y usos corporativos, que el movimiento social consagre líderes que se impongan en el espacio político convencional -Lula es el ejemplo-, que le salgan unos compañeros de viaje -grandes ONG, foro de alcaldes, foro de parlamentarios, Joseph Stiglitz- más o menos deseados. Además la analogía modal de los Foros con las habituales reuniones políticas y la familiaridad temática de sus propuestas, radicalidad aparte, con los programas de los partidos políticos adecentan al altermundismo y le confieren aceptabilidad. Es decir, preparan al abrazo del oso. Máxime cuando las dos grandes urgencias con las que se enfrenta -la refundación teórica de la sociedad, la economía y el Estado; y la aparición, que tiene que ser espontánea, de una plataforma de referencia y de coordinación flexible y operativa- necesitan un lapso temporal, que no se cuenta en años sino en décadas. Ahora bien, por una parte, el reloj del tiempo político es el urgido calendario electoral y el del tiempo mediático, la imparable secuencia del telediario; y, por otra, no caben los espacios vacíos. Y así, puesto que se atenúan los fragores de la pelea entre sociedades multinacionales y militantes altermundistas, entre Davos y Porto Alegre, invoquemos su acercamiento y aceleremos el tempo de la reconciliación. Davos destierra las corbatas y se apunta a lo social. A la boda, que se anuncia inminente, le salen muchos padrinos. El último en el tiempo es el Foro de Barcelona 2004, que por fin ha encontrado su razón de ser.
Pero esa pareja no puede cuajar. Davos es sólo una operación de relaciones públicas del gran capital que se ha montado para vender optimismo capitalista. Los lemas-conclusiones que han circulado por los companions -las agendas electrónicas conectadas entre sí- de los líderes globales congregados en la montaña mágica suiza, no dejan lugar a dudas. Ni una palabra de Enron, Parmalat y la corrupción endógena, estructural del sistema. Las alusiones al hambre, la miseria, la defensa del medio -que comparten con el movimiento social- han sido brindis al sol, recordatorio de la inseguridad que generan y a las que se responde con la criminalización de la pobreza. Por su parte, Porto Alegre no puede limitarse a incrementar el numero de Foros y de participantes y a apostar a la cantidad y a la celebración. Su cometido esencial es la crítica y la denuncia de un orden de cosas inaceptable, la repulsa radical en la calle y en el trabajo del sistema, dando cuerpo a una opinión pública mundial masiva, contestataria y alternativa. El 15 de febrero pasado más de 20 millones de personas dijeron simultáneamente que no a la guerra en 53 países. Sólo este tipo de comportamientos puede preservar del abrazo del oso, hacer al altermundismo irrecuperable.
José Vidal-Beneyto, catedrático de la Universidad Complutense, es editor de Hacia una sociedad civil global (Taurus).
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