El lugar absoluto de Manet
Si se considera a Edouard Manet el primer pintor moderno es porque intentó recomponer por sí mismo un nuevo orden de formas, en consonancia tácita con otras gentes que desde otros muchos campos se iban dando cuenta avanzado el siglo XIX de que el viejo lenguaje, en el ámbito que fuera, ya no servía para identificar el nuevo mundo en crisis. Aunque sin conciencia demasiado clara, Manet fue un adelantado en ello. En una "subversión involuntaria", llena de dolor y angustia (Bataille), de una violencia interna absoluta (Ishaghpour), desde la pintura intuyó y pergeñó un nuevo orden de cosas.
"Con él, la pintura, hasta entonces al servicio de la representación, se convierte en su propio objeto y fin", dice Francisco Jarauta en la presentación del libro, en la que trata de encuadrar este fulgurante ensayo de Bataille, lleno de ráfagas geniales, de intuiciones un tanto desordenadas pero sutilísimas, en una mayor amplitud teórica, incidiendo en los aspectos suyos más relevantes en este sentido. Pero no sólo la pintura, sino la nueva imagen del mundo incipiente, en general, representaba ya poco o nada de lo que antes se llamó "real", siempre desde categorías metafísicas o ideales. Frente a las solemnes convenciones de antes, mundo y cosmovisión, la realidad misma, se iban quedando poco a poco en pura representación, ficción o apariencia. De algo irrepresentable y oscuro, en tal caso.
MANET
Georges Bataille.
Traducción de Juan Gregorio Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de la Región de Murcia.
Murcia, 2003
96 páginas. 11,54 euros
El espejo de Un bar en el Folies-Bergère es una metáfora de este proceso, de la nueva Modernidad que en pintura inaugura Manet. La mercancía, la gente, el entorno entero, se refleja en la luna de su esencial apariencia, lejos de todo lo que en el pasado fue sagrado, majestuoso, convencional, teatral, real. Responde a la conciencia a flor de piel de un mundo que ya no tiene fuerzas para concebir y creer nada verdaderamente majestuoso, nada que nos someta sin discusión. A la "furia" deconstructora de "una época necesitada de una mirada nueva que la atraviese, para después trasladarla al espacio fugaz y transfigurado de su visión", dice Jarauta.
En efecto: una mirada que se queda en visión. Una mirada que se queda en sí misma. Manet redujo lo que veía a la "simplicidad muda y abierta de lo que veía", escribe Bataille. Sin que el sujeto de la visión fuera otro que un sujeto suspendido ante un vacío inesperado (Proust). O el hombre individual, desligado de toda empresa, de todo sistema dado, e incluso del propio individualismo. Libre en el juego inmenso de las formas posibles, también en el de la de sí mismo. Porque en sí mismo no encuentra sino una región de silencio soberano, que en el caso de Manet sólo la pintura puede expresar, transfigurando -al hacerlo- la realidad convencional en su esencial ficción, visión.
Sin que el objeto, a su vez, en esa misma dialéctica de silencio y pintura, sea nada más ya que "esa sensación inesperada, esa vibración pura y agudísima, que se ha hecho independiente de la significación atribuida", sigue Bataille. El tema resulta, efectivamente, indiferente. El objeto queda destruido o reconstruido, junto con su significado. Sólo perdura como pretexto de la pintura. Se nos da y se nos retira simultáneamente. No se ignora, pero se sustituye el elemento preciso que lo delimita, por lo que en él está perdido y oculto. Manchas, colores, movimientos, flotando en la ausencia de significado y en la consecuente obliteración de mundo. Eso es todo. Lugar absoluto, diríamos. Ahí estriba la elegante indiferencia de Manet: en el silencio y vacío frente a un mundo demasiado elocuente en metarrelatos, demasiado lleno de dioses y demasiado claro por las Luces.
La pintura de Manet rompe la locuacidad, plenitud y claridad ilusas del viejo mundo, introduciéndose en "una región nueva de oscuridad, donde el silencio reina profundamente, donde el arte es el valor supremo". Lugar absoluto, sí: vacío, oscuro, silencioso. Donde reina un nuevo dios desconocido (Malraux), que sólo ofrece -y sólo a medias- la certeza de sí y de su grandeza en un lugar absoluto así, como el de la pintura de Manet. Un deus post mortem Dei, cuyas huellas sólo se insinúan en esa extraña impresión de una ausencia -o impresión de una extraña ausencia- que deja, por ejemplo, la aparente indiferencia, apatía e insensibilidad de La ejecución del emperador Maximiliano frente al exceso genial de elocuencia de Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808 de Goya, su deconstruido modelo. O la desnudez trivial, mate, prosaica, casi ausente y silenciosa de tanta simplicidad, de Olimpia frente a la languidez resplandeciente de la Venus de Urbino de Tiziano, majestuosa, sobrehumana, eximida de naturaleza. Es decir, llena de convenciones.
Cuando en el Salón de 1865 se presentó Olimpia, la considerada obra maestra de Manet, las risas coléricas del público, sus sarcasmos y mofas, saludaban sin saberlo la entrada en un mundo nuevo. El telón se levantaba con Olimpia. Ese gesto bufo, tan desmesurado como inseguro de sí, fue el extravagante saludo de bienvenida a la (pos)Modernidad. Respondía al sentimiento justificado de que esa pintura ponía en cuestión lo esencial. Lo esencial sin más.
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