La capacidad de hacerse respetar
Entre las muchas cosas que escribió Francis Fukuyama sobre el fin de la Historia hubo una especialmente sugestiva. Será una época, dijo, con una única perspectiva: años y años en los que prevalecerá el cálculo económico y la resolución de problemas técnicos. Siglos de aburrimiento. Y dado que el aburrimiento se produce, sobre todo, cuando no se nos escucha, serán, pues, siglos en los que se nos hablará sin responder jamás a nuestras preguntas. Años en los que se nos inundará con polémicas que no nos importarán.
Si eso fuera cierto, en España habríamos empezado con buen pie. El Talmud, que tiene siempre un toque dramático, dice: "Ay de las generaciones cuyos jueces merecen ser juzgados". Pero aquí, el enfrentamiento entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional no pertenece al territorio de la gran tradición judía de debate e interpretación, sino a la época descrita por Fukuyama. Son personajes que no paran de hablar de problemas propios y de distraer nuestra atención con polémicas que no tienen que ver con nuestros problemas. Nada relacionado, por ejemplo, con el año y medio que tarda, como media, el Supremo para resolver un recurso; o con los cuatro años que emplea el Constitucional en decidir si acepta dar amparo.
Esta parece ser una temporada fértil en ese tipo de enredos. El del PSOE y el PSC cumple todos los requisitos. José Luis Rodríguez Zapatero y los barones socialistas se han enzarzado en un debate sobre competencias internas que quizás sea importante para su propio futuro, o para el funcionamiento de sus partidos, pero que no interesa a los ciudadanos. Y que, incluso, podría llegar a ser peligroso, si prosperaran en su empeño de que todos percibamos como propio un problema que, en realidad, nos es completamente ajeno.
Extraña ha sido también la polémica planteada entre el director de cine Julio Medem y la Asociación de Víctimas del Terrorismo. A primera vista, pudiera parecer que tenía que ver con las libertades, pero, en el fondo, pertenece al mismo apartado Fukuyama. La libertad de creación de Medem nunca estuvo en peligro: su película se exhibió sin problemas; y la libertad de expresión, que empieza, precisamente, por su libre ejercicio en la calle, fue también respetada a la puerta de los Goya. No se sabe bien por qué quieren que los demás discutamos y nos enfrentemos ofreciendo solidaridades a quienes ejercen libremente sus derechos.
Entre tanta polémica falsa corremos el riesgo de perder de vista la única en la que sí nos jugamos la condición de ciudadanos: saber por qué apoyó España la invasión de Irak. No es una menudencia, ni un problema del pasado ni un debate ya resuelto. Ha dejado de ser un problema del presidente del Gobierno o del candidato Mariano Rajoy. Ha pasado a ser un problema nuestro, se sienta uno socialista o liberal; un problema serio e importante, porque hablará durante mucho tiempo de la capacidad de la ciudadanía para hacerse respetar y de nuestro propio respeto por la condición de ciudadano.
Da igual quien lo diga. Lo importante es que resulta inaceptable, porque es una falta de respeto, repetir que España apoyó la intervención en Irak basándose exclusivamente en lo que decía el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y "sin utilizar como argumento ninguna afirmación contenida en ningún informe de ningún servicio secreto".
No importa que lo repitan todos los ministros del Gobierno o que insistan en ello todos los parlamentarios, alcaldes o concejales del PP. No es cierto. Y a ningún Gobierno se le puede permitir que defienda su acción sobre la mentira. Puede haber recibido información inexacta, o decir, incluso, que actuó de buena fe. Pero no puede mentir con tanto descaro. No es razonable que los ciudadanos españoles tengamos que aceptar lo que jamás aceptaría un ciudadano norteamericano. A los congresistas de Estados Unidos no les importa lo que diga el presidente del Gobierno español. A nosotros sí, y debería avergonzarnos saber que los parlamentarios de Washington jamás le hubieran consentido a su propio presidente lo que aplaudieron al nuestro. solg@elpais.es
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