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Reportaje:RADIOGRAFÍA DE PAKISTÁN

El país más peligroso del mundo

La combinación de fanatismo religioso y armas nucleares concentran la atención mundial en Pakistán. Pero, ¿quién es el responsable de esta situación?

Antonio Caño

El general Mirza Aslam Beg es un hombre elegante, de modales educados y hablar pausado, que responde al perfil académico que actualmente tiene. Antes pasó por todo el escalafón del Ejército de Pakistán, con resonado prestigio y condecoraciones, hasta convertirse en su jefe supremo entre los años 1988 y 1991, la época en la que se supone que alguien con acceso a los secretos del programa nuclear de Pakistán transfirió información altamente sensible a Irán y Libia. El máximo responsable de ese programa, el doctor Abdul Qadeer Khan, ha mencionado esta misma semana al general Beg como la persona que le autorizó y a la que informó sobre el traspaso de esa tecnología.

Khan reconoció ante los investigadores que, en efecto, esas transferencias habían ocurrido, pero siempre con el conocimiento de sus superiores en el momento en que se produjeron. Ayer, el propio Khan reconocía en las pantallas de la televisión local que había pasado tecnología nuclear a Irán y Libia, y solicitaba clemencia al presidente Pervez Musharraf, al que exculpaba de toda responsabilidad en esa actividad. "Soy consciente de la importancia crucial del programa nuclear de Pakistán para nuestra seguridad nacional", dijo el científico, quien pidió "profundas disculpas" durante su intervención televisada. "Ha sido doloroso darme cuenta de que el trabajo de toda mi vida, proporcionar una seguridad total a nuestro país, podría haber sido puesta en peligro a causa de mis actividades", agregó. Hasta ahí, la versión oficial sobre un episodio que ha causado una enorme preocupación internacional. Pero las dudas sobre las razones de fondo de esas transferencias y sobre la naturaleza misma del régimen paquistaní siguen vivas.

Las dudas sobre las razones de fondo de esas transferencias de tecnología siguen vivas
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Sentado al calor de una chimenea de gas, en su modesto despacho de Rawalpindi, el general Beg pierde momentáneamente la calma cuando se le mencionan las acusaciones que se hacen contra él, las niega por completo y las atribuye a "una conspiración urdida por la Embajada de Estados Unidos". El general Beg dirige desde su retiro, en 1992, una fundación que trata sobre asuntos de seguridad en el sur de Asia, una plataforma que le permite mantener contactos y una alta visibilidad en la política de Pakistán.

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En su opinión, los científicos responsables de desarrollar el arma atómica en este país tenían plena libertad para establecer los contactos que considerasen necesarios e intercambiar la información que creyeran conveniente para conseguir su objetivo. "En ese contexto", afirma, "es probable que se hubieran entrevistado con gente en Irán o en Libia. Yo no estaba en una posición que me permitiese seguir el día a día de esos trabajos, pero es probable que hayan hablado". "Si ahora hay que procesar a los científicos sospechosos que se mencionan, habría que procesar también a todos los jefes políticos y militares que les ordenaron cumplir una misión".

Desde luego, la opinión del general Beg es que no hay que procesar ni a Khan, un héroe nacional aquí, ni a ninguno de sus colaboradores. Cree que todo el escándalo internacional desatado en torno al riesgo de proliferación nuclear desde Pakistán responde a intereses políticos norteamericanos, a los que, según él, sirve el presidente Musharraf, y que las armas nucleares de este país están en manos seguras, "en las manos del pueblo de Pakistán".

El general Beg opina, por otra parte, que hay que distinguir entre Al Qaeda, que considera un fenómeno ajeno a los intereses del islam, y los talibanes y otros grupos musulmanes radicales, de los que dice que "en apenas dos décadas han sido capaces de enfrentarse a las dos superpotencias del mundo". Y afirma que la inestabilidad que, en estos momentos, conoce esta región y, potencialmente el mundo entero, responde a "una fuerza global de resistencia islámica que va desde Chechenia a Cachemira".

La proliferación de esos grupos radicales en territorio paquistaní -creados en los años ochenta, con la financiación de EE UU, para combatir a los soviéticos en Afganistán- y el hecho mismo de que ésta sea la única nación islámica en posesión de armas nucleares, pusieron a Pakistán en el centro de la atención mundial después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. ¿Hasta qué punto el extremismo islámico se ha hecho fuerte en Pakistán? ¿Con qué complicidades cuenta? ¿Qué posibilidades tiene de acceder, directa o indirectamente, al arsenal atómico paquistaní?

Las opiniones del general Beg pueden resultar reveladoras al respecto. Es más difícil saber si, además, son representativas. Según M. Ziauddin, director del periódico Dawn, el más vendido y respetado de Pakistán, "las posiciones del general Beg no representan a la mayoría del Ejército, representan al 100% del Ejército".

De acuerdo a la versión de este periodista, "el Ejército paquistaní no es ideológicamente islámico, se ha islamizado, ha usado el islamismo como una fórmula para consolidar su poder". "El Ejército se sumó a la yihad cuando ésta era una causa respetable, cuando los norteamericanos la respaldaban para actuar en Afganistán. Cuando esa causa desapareció y los norteamericanos se fueron, los militares entendieron que la yihad era una excelente fuente de reclutamiento para la guerra en Cachemira y un gran instrumento de poder frente a India". "Enloquecieron", continúa Ziauddin, "se creyeron con posibilidades de exportar la revolución a todo el mundo islámico y de llegar algún día a ocupar la India". "En los años noventa", añade, "el auge del islamismo suní de Pakistán no era del todo mal visto por Estados Unidos porque le servía de contrapeso al islamismo chií de Irán".

El general Shaukat Sultan, portavoz oficial de las Fuerzas Armadas, responde a la islamización del Ejército en estos términos: "Todo ejército necesita una motivación, una causa por la que dar la vida. Nuestra motivación es la religión". Eso no significa, añade, que el Ejército de Pakistán, integrado por más de medio millón de hombres, defienda un proyecto para todo el mundo islámico ni que apoye a organizaciones extremistas ni que tenga pretensiones expansionistas. "Éste es un Ejército", asegura, "en el que Occidente y el mundo pueden confiar".

El general Sultán dice también que las fuerzas armadas obedecen a quien todavía es su comandante en jefe, el general Musharraf, y que las decisiones tomadas por éste en relación con el apoyo a EE UU tras el 11-S, el combate a los grupos extremistas, la investigación sobre la proliferación nuclear o las relaciones con India fueron discutidas y aprobadas por el conjunto de las Fuerzas Armadas.

Musharraf es el centro de todos los debates hoy por hoy en Pakistán. "La principal garantía de estabilidad", si el que opina es un diplomático occidental, o "el padre de todos los problemas, la encarnación de todos los males de Pakistán", si se le pregunta a Mohamed Siddique al Farooque, portavoz de la alianza que temporalmente une a los dos grandes partidos tradicionales de Pakistán, la Liga Musulmana Paquistaní (PML), que preside Nawaz Sharif, y el Partido del Pueblo de Pakistán (PPP), presidido por Benazir Bhutto. Ambos dirigentes, ex primeros ministros los dos, están actualmente en el exilio con graves acusaciones de corrupción.

Musharraf llegó al poder en octubre de 1999 tras un golpe de Estado incruento que derrocó a Sharif. Dos años después asumió formalmente la presidencia del país, que compatibilizará hasta finales de este año con su cargo militar. En esa fecha colgará el uniforme, pero retendrá la presidencia hasta 2007. En su inicio, el golpe y las posteriores maniobras para mantenerse en el poder fueron criticados por Estados Unidos y por los países europeos. El Reino Unido expulsó a Pakistán de la Commonwealth, y el presidente George W. Bush ni siquiera recordó el nombre de Musharraf cuando se le preguntó por él en la campaña de 2000. Todo cambió cuando los atentados del 11-S lo convirtieron en un aliado imprescindible de Washington, tanto para la guerra en Afganistán como para la persecución del extremismo islámico.

Muy discutido interiormente, el general Musharraf dio pasos que le otorgaron, sin embargo, gran reconocimiento mundial, certificado hasta el estrellato este año en la reunión del Foro de Davos. El primero de esos pasos fue una campaña de persecución de las organizaciones extremistas; 500 militantes de esos grupos se encuentran actualmente detenidos, según la cuenta del portavoz del Gobierno, Masood Khan.

"El Ejército tiene desplegados actualmente 70.000 hombres en la frontera con Afganistán para evitar las filtraciones de terroristas. Hemos puesto en marcha un dispositivo de inteligencia y operaciones de la fuerza aérea en esa zona para localizar a los terroristas. Estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos porque queremos librar a nuestra sociedad de este problema lo antes posible", asegura Khan. Aun siendo ciertos todos esos esfuerzos, pueden no ser suficientes para combatir a la red de grupos radicales que se ha ido configurando aquí en los últimos años. Periodistas expertos en terrorismo citan la existencia de una secreta alianza llamada Brigada 313, que incluye a cinco organizaciones militares: Jaish-i-Mohamed, Harkatul Jihad al Islami, Lashkar-i-Taiba, Lashkar-i-Jhangvi y Harkatul Mujahidin al-Alami. Estas organizaciones, de las que se ha dicho que en el pasado eran toleradas por el Ejército paquistaní, han sido ahora formalmente declaradas ilegales.

Es difícil saber con precisión la fuerza real de estos grupos. Pero, sea la que sea, fue suficiente para planificar dos atentados de gran complejidad logística con diez días de diferencia contra el presidente Musharraf. En el primero de esos atentados, el 14 de diciembre pasado en Rawalpindi, se utilizó un sistema de detonación a distancia que sorprendió a los investigadores por su sofisticación, nunca vista antes en Pakistán. En el segundo atentado, el 25 de diciembre, actuaron dos grupos de tiradores desde puntos distintos al paso de la comitiva presidencial, también en Rawalpindi.

Tampoco resulta fácil establecer la vinculación de esos grupos con Al Qaeda. Los investigadores culpan del atentado del 25 de diciembre a miembros de Jaish-i-Mohamed y de Harkatul Jihad al Islami. Pero en el atentado del 14 de diciembre se sigue la pista de un miembro de Al Qaeda llamado Haidi al Iraqi. Uno de los máximos dirigentes de Al Qaeda, Ayman al Zawahiri, transmitió el pasado mes de septiembre, a través de las televisiones Al Jazira y Al Arabia, amenazas de muerte contra Musharraf por "traición al islam".

Los funcionarios paquistaníes citan frecuentemente esos atentados como una prueba de la sinceridad del presidente en su lucha contra los radicales islámicos. En el extremo absurdo de la sospecha, algunos en Pakistán llegan a dudar de que esos atentados fuesen ciertos. Pero lo que sí es motivo de duda razonable es que el Ejército no tenga un control mucho mayor del que reconoce de los grupos islámicos en este país.

Casi desde el nacimiento de Pakistán, tras la partición de India en 1947, pero sobre todo desde el golpe de Estado protagonizado por el general Zia ul Haq en 1977, el Ejército controla casi por completo la vida política de este país. Incluso durante los periodos de Gobiernos civiles democráticamente elegidos, las Fuerzas Armadas actuaban como poder en la sombra con capacidad de intervenir en el momento en que las cosas no se hiciesen a su gusto.

Basta viajar a Rawalpindi, antigua guarnición militar británica a un cuarto de hora en coche desde Islamabad, hoy centro de operaciones de las Fuerzas Armadas, para entender el alcance del poder del Ejército. Los mejores edificios, las mejores urbanizaciones, los mejores hospitales y escuelas de esa ciudad de un millón de habitantes están en manos de los militares, que controlan entre el 70% y el 80% del presupuesto total de la nación y que tienen intereses en las principales empresas privadas del país.

Respaldadas por ese poder económico y por una ayuda de 3.000 millones de dólares de Estados Unidos -que desde la guerra fría trató a Pakistán como un aliado regional imprescindible-, las Fuerzas Armadas paquistaníes se han desarrollado como una sociedad dentro de su sociedad, como una casta que va a hacer todo lo que sea necesario para no perder el poder. Un instrumento fundamental de ese poder es el servicio de inteligencia militar, el ISI.

En Pakistán se da por descontado que nada se mueve sin que el ISI lo sepa. El ISI trabajó codo con codo con la CIA en los años ochenta en la preparación de la yihad contra los soviéticos en Afganistán, en lo que se calcula que los norteamericanos gastaron 7.000 millones de dólares. Al ISI se le atribuye un papel decisivo también en la creación de las madrasas -las escuelas religiosas musulmanas en las que se forman y de las que han surgido la mayoría de los militantes radicales-, que utilizaron como una vía excelente para introducir la causa de Cachemira dentro del ideario general de la causa del movimiento islámico. Ahora se están introduciendo algunas reformas en el sistema educativo para eliminar el impacto negativo de las madrasas, pero tan lentamente y con tantas condiciones que pocos creen en su eficacia.

Un antiguo jefe del ISI, el general Hamid Gul, ha reconocido que se entrevistó en varias ocasiones con Osama Bin Laden, por quien confiesa admiración y respeto. Y varios jefes militares paquistaníes han admitido sus frecuentes contactos en el pasado con los líderes talibanes y otros grupos islámicos a los que dieron entrenamiento militar, protección y dinero.

Que algunos de esos grupos, una vez caído el régimen afgano y modificadas las circunstancias que los hacían tolerables, hayan escapado del control del Ejército paquistaní entra dentro de lo posible. De hecho, en la última década se han cometido dentro de Pakistán cientos de atentados protagonizados por terroristas islámicos. Pero también es verosímil la versión que dan miembros de la oposición y observadores independientes de que el Ejército sigue necesitando al radicalismo islámico, tanto como fuerza de reclutamiento para Cachemira como para utilizarlo como instrumento de presión en su relación con Estados Unidos. Es fácil deducir que, exterminado el peligro de expansión del radicalismo, el papel relevante que hoy tiene para el Ejército paquistaní disminuiría notablemente.

Es importante señalar también que cuando se habla del Ejército paquistaní no se está hablando de una fuerza desorganizada y dividida entre corrientes internas, sino de una estructura disciplinada, bien entrenada y educada en el respeto a la cadena de mando. Y en este momento, al frente de esa cadena de mando está el general Musharraf.

Los partidos de la oposición y otras fuentes independientes coinciden en el que el Ejército en su conjunto ha contribuido a consolidar el poder político del presidente. Según esa versión, el Ejército financió y organizó en 2002 una fuerza de partidos religiosos que resultara suficiente en el Parlamento para equilibrar la presencia de los dos partidos tradicionales. De hecho, los partidos religiosos, agrupados en la Muttahida Majlis-i-Amal, que nunca habían tenido más de siete escaños en el Parlamento, ocupan ahora 63 en una Cámara de 342 diputados, y fueron decisivos para apoyar en 2003 la reforma constitucional que permite a Musharraf mantenerse en el poder hasta 2007. Pocas de las fuentes consultadas aquí creen que ese extraordinario ascenso de los partidos religiosos se pueda deber únicamente al aumento del fervor islámico en Pakistán.

Mañana se publicará la segunda parte de este reportaje.

Abdul Qadeer Khan, padre de la bomba atómica paquistaní, y el presidente Pervez Musharraf, reunidos ayer en Islamabad.
Abdul Qadeer Khan, padre de la bomba atómica paquistaní, y el presidente Pervez Musharraf, reunidos ayer en Islamabad.REUTERS
El general Mirza Aslam Beg, ayer en Rawalpindi.
El general Mirza Aslam Beg, ayer en Rawalpindi.REUTERS

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