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Crítica:EL PAÍS | Aventuras
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La feliz rebeldía

EL PAÍS ofrece a sus lectores mañana por 1 euro 'Las alegres aventuras de Robin Hood', de Howard Pyle

Hubo una vez en Inglaterra un bandido que se llamó Robin Hood. Eso dice la leyenda, pero no falta quien sostiene que jamás vivió un Robin Hood verdadero, a pesar de que anticuarios e historiadores han encontrado en los archivos pruebas de la existencia de muchos que podrían ser Robin, Robin Hood, o Robert Hode, o Robin de Locsley, o Robert conde de Huntington, William Robehod o Robertus Hudus, o incluso Robin Wood, sobrenatural criatura del bosque, un duende. Habría habido un Robin Hood en la lucha contra el usurpador normando, y en las cortes de los normandos Enrique II y Ricardo Corazón de León, y con Simon de Monfort y la baja nobleza frente a Enrique III. Si todo esto fuera cierto, Robin habría vivido cerca de dos siglos, entre 1071 y 1265 por lo menos.

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Sigue vivo. Héroe de cinco poemas y algún fragmento dramático de los siglos XV y XVI, el arquero Robin Hood, caritativo salteador de caminos, nunca ha dejado de ser un asunto fabuloso. En 1859 recibió su nombre un regimiento de fusileros de Nottingham. El patriotismo decimonónico se alió con el turismo recién inventado para convertirlo en uno de los pilares de la identidad inglesa: los viajeros visitaban la casa natal, la taberna y la tumba de Robin. El héroe de canciones y espectáculos populares se transformó en estrella cinematográfica. Como dice J. C. Holt, pasó de la tradición oral al guión televisivo, del Medievo a hoy. Se alzó contra el corrompido sheriff de Nottingham, pero siempre fue leal a la Corona. Bandolero, hombre de palabra, justo y generoso, valiente, rebelde, insolente, bromista, Robin Hood fue un hombre libre y feliz.

El ilustrador, pintor y escritor americano Howard Pyle (1853-1911) volvió a contar en 1888 las alegres aventuras de Robin en la alegre Inglaterra de los viejos tiempos, cuando gobernaba el buen rey Enrique II. El bosque de Sherwood, cerca de la ciudad de Nottingham, era la casa de Robin Hood y sus hombres, robustos campesinos apartados de todo para seguir a su jefe, que en su juventud mató en defensa propia a un guardabosques. No están precisamente dolidos: canciones, bromas y risas resuenan en la espesura, el indómito espacio de la libertad. Robin y los suyos son muy apreciados, pues jamás desamparan a quienes los necesitan. Viven, según lo ve Howard Pyle, en una sociedad muy próspera, de ferias, mercados, competiciones de arco y peleas con garrote, música, premios en oro y cerveza a granel. La gente se coge de las manos y baila, y hasta una ejecución es una fiesta.

Pero los de Robin prefieren la vida en el bosque, amos de los venados del rey. Cuando pesa el aburrimiento, salen en busca de aventuras. Las brutales peleas con el bastón son casi siempre causa de nuevas amistades. Ayudan a caballeros afligidos e hijos de viuda a punto de ser ahorcados por matar un ciervo para comer. Robin es hábil con la espada y el arco y, campeón de la astucia, domina el arte del disfraz. Puede vestirse de carnicero o fraile, y hasta de su propio asesino, el terrible criminal Guy de Gisbourne, de cara de halcón bajo un traje de piel de caballo. Trata sin contemplaciones al invasor normando, al abad rico, al prior usurero, al obispo con cruz de oro. Nunca derrama sangre. El rey Ricardo lo juzga el ladrón más osado y divertido, antes de sustituir el espaldarazo de la caballería por un gran bofetón humorístico que hará de Robin un hombre nuevo, funcionario del Estado.

Así es el Robin Hood de Howard Pyle. Vive la más alegre de las vidas alegres en la tierra de las fantasías, país de nombre famoso, una Inglaterra sin lluvias deprimentes, de plantas siempre verdes, pájaros cantores y ríos de cerveza que no nublan el entendimiento. El asalto al caminante acaba siempre en banquete: la sed de botín es sed de diversión, y la víctima participa en la mesa feliz de los forajidos. Pyle publicó su Robin Hood en 1888, cuando Estados Unidos se disponía a conquistar el mundo y el pasado del mundo. Desaparecían los vaqueros de caballo y revólver, los últimos guerreros sioux iban a ser exterminados en Wounded Knee. Después de la Guerra de Secesión era fácil que los antiguos rebeldes se hicieran forajidos, como Hood, y que los agentes federales imitaran al antipático sheriff de Nottingham.

En las primeras revistas populares Howard Pyle transformó el pasado legendario en imágenes emocionantes, sugestivas: el rey Arturo, Juana de Arco, los piratas y Robin Hood se fundieron, gracias a los dibujos de Pyle, con la historia ilustrada de los Estados Unidos, el país del futuro. Las líneas de tinta de Pyle lograban una consistencia honorable de grabado antiguo. Su mezcla de figuras y palabras fantásticas fue un presagio de Hollywood. Si alguna vez nos enseñan en Inglaterra el arco o la espada de Hood, no nos engañan: son las armas que algún actor especialmente memorable usó en una de las representaciones tradicionales que reviven las aventuras del arquero del bosque. Personaje de Walter Scott y John Keats, Robin tiene hoy la cara de Errol Flynn, Sean Connery y Kevin Costner. Mañana un nuevo Howard Pyle volverá a contar sus aventuras, la alegría de vivir con valor, amigos, libertad, ingenio e inocencia rica en experiencia.

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