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Columna
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Embriones

Mi madre, diabética desde hace años e insulinodependiente, lleva un tiempo calentándome la cabeza para que escriba un artículo apoyando la política de la Junta de experimentar con células madre y condene sin paliativos la mojigatería del Gobierno central, que se opone a los progresos de la medicina en dicho campo retrasando más y más el día en que por fin no tenga que pincharse el abdomen una vez por la mañana y otra por la tarde, antes de las comidas. Yo siempre respondía a la insistencia de mi madre dándole largas y proponiéndole que escribiese ella misma una carta a cualquier periódico en que explicase su coyuntura y qué le parecía esta diatriba entre políticos de la que dependía la mejora de su sangre; pero ella no, volvía a repetirme que el escritor era yo, que yo sabía expresar mejor lo que había que decir, además contaba con un espacio de opinión en un medio serio que podía servirme de tronera y desde donde, quién sabe, tal vez algún dardo alcanzase su blanco. Mi madre habita un mundo privado que sólo a veces colinda con el de los demás, y sigue creyéndose de veras que lo que yo escriba aquí puede hacer cambiar de idea a un presidente de autonomía o servirle de aliento en momentos de flaqueza, en vez de acabar en la papelera en que tiene que acabar, de donde pasará a la trituradora en que mi protesta, la diabetes de mi madre y la sintaxis de mis líneas quedarán convertidas en una pasta gris, sobre la que se imprimirán las protestas de mañana. Que a su vez servirán de pasta a las protestas de pasado mañana gracias al atento servicio de las mismas máquinas de reciclaje, etcétera.

El sentido común, que ya sabemos que es el menos común de los sentidos, aconseja que se aproveche todo ese material genético que permanece arrumbado en las clínicas, en sus urnas de hielo y silencio, para mejorar la vida de otras personas que no viven en urnas, cuya piel es tibia y que además hablan: yo creo que el canje resulta ventajoso. Dicen los acólitos del PP que podrían aportarse muchas objeciones éticas a la utilización de los embriones con el fin de sanar enfermedades, y en ello se escudan para dejar que una millonada de convalecientes se alejen sin solución de un remedio que podría quedarles a la distancia de un brazo, la que tiene que cubrir la mano para alcanzar la mesilla de noche. Me he enterado hace poco de que Chaves, embarcado en la cruzada sanitaria, educativa, científica y de todo lo que sirva para contradecir a Madrid, ha designado una comisión ética (sic) de sabios que tiene por misión determinar hasta qué distancia es posible llegar en la manipulación de los embriones helados sin ofender a la Humanidad, que ya sabemos que es una señora frágil y quisquillosa. No sé qué requisitos son necesarios para formar parte de una comisión de ese tipo y por qué, por ejemplo, no han incluido en ella a mi madre o a cualquier otro diabético al que el asunto le afecte de veras y pueda esgrimir argumentos más sólidos que los que figuran en los libros. El caso es que, a veces, esto de la ética se parece demasiado a un horno microondas, que debería servirnos para mejorar la vida pero sólo ocupa espacio. En serio, no creo que cuatro cigotos momificados en una nevera opongan ningún escrúpulo a que les ofrezcamos un hábitat más cálido y confortable: será como un veraneo.

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