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Columna
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El encanto de la complejidad

¿Diecisiete agencias tributarias, diecisiete tribunales supremos, diecisiete lenguas y recetas para guisar el arroz? ¿Por qué no? La idea de que España procede de un subdesarrollo reciente, que acaba de celebrar sólo 25 años de Constitución y se encuentra además, crónicamente, en una esquina de Europa, induce a pensar que casi todo lo que aquí ocurra o se nos ocurra dista de representar una vanguardia mundial. Tan acostumbrada ha venido estando la presente generación de dirigentes -políticos, económicos o culturales- a una consideración planetaria de segunda fila que cuando, por ejemplo, aparece ahora un conflicto de integración territorial la tentación es considerarlo como regresivo. Pero precisamente la situación es acaso la contraria. La polémica sobre una mayor descentralización autonómica ha surgido como de chiripa, azarosamente, pero esa misma serendipity constituye un síntoma de máxima actualidad.

En las religiones o en las operaciones mercantiles, en las comunicaciones o en la vida sexual, la contemporaneidad ha dejado por entero de ser simple. Ha desaparecido la figura del patrón moral, del erótico y el de la moda; se ha perdido el catón en la enseñanza, el vademecum en la catalogación de los empleos, la preceptiva en el diseño urbano y el mapa en la geografía familiar. La complejidad ha reemplazado a la simplicidad en cualquier área y las episódicas reacciones a favor del minimalismo, la pureza de la raza o el elogio de la vida sencilla, no son otra cosa que estertores de un mundo en defunción.

Más que hallar la cura en una vuelta a la claridad precedente o perseguir la inteligibilidad en los códigos ya escritos, el éxito se halla en el estreno de otro modo de conocimiento y experimentación. La primera mitad del siglo XX se representó en el anhelo de los edificios nítidos del movimiento moderno, pero ya en 1966 publicó Robert Venturi su Complejidad y contradicción en arquitectura y veinte años más tarde la arquitectura probaba la paradoja de la deconstrucción. Los prismas desnudos de Mies van der Rohe pasaron a ser construcciones vestidas de ornatos y cosméticos y, finalmente, el edificio de mayor referencia en nuestro tiempo, el Museo Guggenheim de Frank Gehry en Bilbao, ha cuajado en la estética de la complejidad.

Educados en la paternidad dialéctica del bien y el mal, de lo feo y de lo hermoso, del centro y su periferia, se hace hoy extraño el barullo de la diversidad, el fragor de la polivalencia o el archipiélago de opciones sin orden. Pero la vida, el trabajo, la pareja, se ha vuelto compleja porque sí, en sí, dentro de sí, y es vano rebuscar en su corazón esperando hallar el antiguo rostro.

Pocas veces, como en estos años, se asiste a la evidencia de que los cambios escapan o sortean las interpretaciones, pero también, junto a esa impotencia, se presiente que el final de la gran mudanza dejará una realidad donde tanto el hábitat como el habitante celebrarán la nueva peripecia. Precisamente la cura de la patología nacionalista no provendrá de una mayor autodeterminación, una mayor delimitación o una máxima subvención de su habla, sino de la contagiosa inmersión en una red donde serán más decisivas las tramas que los nudos, más característica la complejidad general que los complejos locales.

Del mismo modo, el triunfo de la estética, de la justicia, de la igualdad o del placer, no habrá de esperarse de un giro que les reintegre a su idealizada pureza y sabor primigenios, sino de una revolución continuada que multiplique su mixtificación. El otro mundo posible al que vale la pena aspirar en los movimientos contra la actual situación global no puede ser un mundo proyectable. Ni siquiera, por el momento, imaginable. El futuro más humano se confunde ahora con un artefacto que irá realizándose progresivamente añadiendo elementos y colores, multiplicando los virus y factores, venciendo el miedo al impensado paraíso de la complejidad.

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