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El Irán de Jamenei

Antonio Elorza

Una vez que el Imam Alí, primo y yerno del Profeta, tuvo dormido en su muslo al arcángel Gabriel hasta entrada la noche, consiguió que el sol retrocediera para cumplir bien el rezo vespertino. Alí venció en combate a los hombres y a los genios, e iluminó la mente de los hombres con su conocimiento infalible. Ante tan excepcionales cualidades, para los creyentes del islam chií, el culto al "León de Alá" y a sus descendientes constituye el núcleo de la vida religiosa, culminando el día de Ashura, conmemorativo de la muerte o martirio de Husein, hijo del fundador. La historia de los imames del linaje de Alí, califa asesinado, y de la Shi'a, su partido, está presidida por el martirio de los principales y la persecución de todos hasta el momento en que el duodécimo se ocultó voluntariamente, preparándose para volver un día como redentor (mahdí) a instaurar el reino de dios y la justicia sobre la tierra. Sobre un telón de fondo de sufrimiento, el Imam Oculto, cuyo nombre encabeza hoy los decretos de la República Islámica de Irán, es el portador de una esperanza mesiánica. Por ello, tampoco debe extrañar que cada vez que resurge un poder chií, con el imperio safavida en el siglo XVI o con Jomeini en el XX, se produzca implícita o abiertamente la asimilación a su figura de quien lo protagoniza.

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En esta concepción de liderazgo carismático se da también una relación circular, útil para la eventual legitimación de un poder clerical: si los imames descendientes de Alí poseían un conocimiento perfecto de la doctrina coránica, una vez desaparecidos ellos, quienes alcanzan una sabiduría teológica más alta heredan en cierto modo su carisma. Lo sugiere la propia denominación de la jerarquía superior chií, ayatolá, el que lleva el signo milagroso de Alá. Además, al poder espiritual se unía el material, con las enormes propiedades acumuladas en las fundaciones religiosas, punto de partida de la confrontación con el Shah cuando éste plantea en 1962 una reforma antilatifundista en el marco de su revolución blanca. Ese factor de enemistad había de sumarse a la vieja oposición clerical contra el laicismo de los monarcas Pahlevi, que abría el espacio público a las mujeres, amén del derecho al voto y de la supresión del velo o hiyab. Desde este segundo campo lanzó entonces Jomeini la prolongada ofensiva contra un régimen que, a su juicio, estaba obligado a aceptar la tutela del clero. El paso decisivo lo da en 1970 desde el exilio: ante el rechazo del autócrata, los religiosos han de imponer la sociedad islámica y para ello es necesario un régimen dirigido por el saber teológico encarnado en el Faquí o Jurisconsulto Islámico, heredero de los imames. "El que gobierna es el vigilante de Alá sobre la tierra", había dicho el imam Alí. Entonces, eso parecía un sueño, pero la gran movilización de 1978 contra la odiada dictadura del Shah lo convirtió en realidad.

A lo largo de ese año crucial, el exiliado Jomeini, presente en Irán con sus sermones y mensajes, fue a un tiempo el lúcido estratega que dirigía la escalada de movilizaciones y el esperado mesías que con su regreso traería el doble imperio, del islam y de la libertad política. El octogenario imam era, además, consciente de ese impresionante prestigio adquirido y de la necesidad de mover bien las piezas para que la hegemonía del componente religioso no disipara demasiado pronto la ilusión de la libertad.

Al igual que Lenin, Jomeini llevaba el diseño de la revolución en la cabeza y supo trasladarlo a la realidad con precisión y energía implacables. El 16 de enero de 1979, el Shah abandonaba Irán y, con ello, el principal obstáculo resultó eliminado. El 1 de febrero, tras 15 años de exilio, Jomeini era recibido por una multitud enfervorizada en el aeropuerto de Teherán. El 11, se desplomaba la resistencia militar. El 29 de marzo, un referéndum proclamaba casi unánimemente la República Islámica como régimen del país. El 4 de noviembre llegó el momento decisivo, con la ocupación de la Embajada de los Estados Unidos y la consiguiente toma de rehenes, que marcaron la humillación del Gran Satán y la apoteosis del imam, paladín religioso del antiimperialismo.

El Gobierno moderado de Bazargan cayó como consecuencia, y fue establecido el poder clerical que subsiste hasta hoy. Unas semanas después, lo consagraba la Constitución, al asignar a Jomeini el puesto de Guía de la Revolución, haciendo efectivo el Gobierno del Faquí. El último presidente islamista, pero laico, Bani-Sadr, fue desautorizado por Jomeini en junio de 1981, a pesar de su elección por sufragio universal, con lo cual entró en funciones el gobierno directo de los molás o clérigos chiíes. Una gran manifestación en apoyo de Bani-Sadr resultó ahogada en sangre. Tras una caza y captura inicial contra los partidarios del Shah, llegó el turno de izquierdistas y demócratas laicos, así como de mujeres culpables de comportamientos ilegales -así, latigazos por el baño en un lugar antes mixto- o no vestidas de acuerdo con la ley islámica. Los derechos de la mujer retrocedieron drásticamente con la aplicación de la ley coránica y atendiendo a la desconfianza dominante en los textos sagrados del chiismo. El imam Alí juzgaba a la mujer como un mal inevitable. "La mujer es un escorpión cuya picadura es dulce", advertía en una sentencia. La edad de matrimonio para la mujer fue pronto fijada en los nueve años. "Desde el comienzo, el Gobierno había organizado una guerra contra las mujeres", resume Azar Nafisi.

La persecución tuvo lugar a dos niveles. De un lado, con la movilización represiva de los militantes del régimen, organizados desde el primer momento en cientos de comités revolucionarios, y de otro con la cárcel, la tortura y la muerte, multiplicando en pocos meses el balance en víctimas del pasado Gobierno del Shah y de su savak o policía política. Fue el tiempo de los tribunales revolucionarios y en ellos de Jaljali, el ayatolá de la horca, con sus ejecuciones "por sembrar la corrupción sobre la tierra". Las patrullas de voluntarios (basijis) y los guardianes de la revolución (pasdaranes) hacían la ley en las calles contra cualquier infracción visible, ante todo contra las mujeres, que ya aprendieron la lección del hiyab a fuerza de latigazos y de cárcel, pero también hasta el presente contra el turista que lleva en la mano una guía inusual o una botellín de agua mineral que sospechan lleno de alcohol. Doy fe. Al pluralismo de los primeros meses sustituyó un miedo generalizado. Con razón al visitar Qom, la ciudad santa, V. S. Naipaul no destacó el ambiente de religiosidad, sino la afirmación del principio de obediencia. El Gobierno de Alá olvidó el clamor inicial reclamando azadi (libertad).

Fue un proceso sumamente traumático, puesto en peligro por la agresión iraquí, pero culminado con el éxito en cuanto al cumplimiento de los objetivos principales. Cuando Jomeini muere en 1989, tras eliminar por reformista a su sucesor designado, el ayatolá Montazeri, y pronunciar la condena contra Salman Rushdie, el país está en la miseria pero las instituciones se han consolidado. Se trata de una inédita combinación de hierocracia, esto es, de gobierno de una oligarquía clerical en nombre de Alá, y de instituciones democráticas sometidas a aquélla. La clave del sistema era y es el Guía de la Revolución, cargo desempeñado por Alí Jamenei, poco estimado como teólogo, pero curtido en las labores tanto oficiales como subterráneas de apuntalamiento de la República Islámica. Jamenei detenta la dirección de los poderes esenciales del Estado: ejército y guardias de la revolución, policía, justicia, radio y televisión. Al presidente de la República le queda sólo la gestión de los asuntos corrientes, a pesar de ser elegido por sufragio universal, y limitaciones similares afectan al Parlamento o Asamblea Consultiva. En consecuencia, los iraníes pueden votar, pero la democracia queda falseada de antemano, ya que los candidatos son filtrados por el Consejo de los Guardianes, instrumento del Guía, con facultad de veto sobre las leyes.

Por si algo falla, como falló con la elección de Jatamí, ahí está el terrorismo de vigilantes, a cargo de basijis o de simples sicarios, que, amparado por el Guía, procedió desde 1997 a atentar con la mayor tranquilidad contra los partidarios de la reforma, incluidos colaboradores próximos del presidente, de no ser antes encarcelados. El terrorismo interior y exterior había sido un uso habitual del Gobierno islámico desde los años ochenta, dado que un acto formalmente terrorista no se considera tal si su interés es servir al bien y a la religión. Así cayó una serie de exiliados, entre ellos el ex primer ministro Shapur Bakhtiar, con seis años de cárceles del Shah a sus espaldas como seguidor del nacionalista Mossadegh. En el plano internacional, el régimen, sobre todo a través de Hezbolá en Líbano, se vio implicado en las tramas del terror islamista.

Con semejante panorama, resulta difícil explicar cómo pudo llegar Jatamí a la presidencia en 1997. Para entenderlo, primero hay que pensar que era un hombre del régimen, y, segundo, que tras los ocho años de presidencia pragmática del astuto hoyatoleslam Rafsanjani, hoy otra vez hombre fuerte, habían surgido tensiones en un vértice del poder clerical seguro de sí mismo, en tanto que el crecimiento económico a favor del petróleo permitía el retorno de la sociedad civil aplastada a partir de 1980. Podemos entender lo ocurrido pensando en la España de los años sesenta. Y Jatamí arrasó en 1997 al prometer libertad, apertura y democracia contra el candidato oficial. Nada del conformismo de que habla la autora de La revolución bajo el velo, Fariba Adelkhah. Jatamí volvió a barrer en las municipales de 1999 y en las parlamentarias de 2000, en medio de un entusiasmo popular generalizado, a pesar de su visto bueno dado a la brutal represión estudiantil llevada a cabo en julio de 1999 por la partida de la porra y por la Justicia de Jamenei. Hasta las segundas, la oposición de un Parlamento conservador pareció ser el obstáculo. Al quedar en 2000 del lado del impulso reformador todas las instituciones democráticas, el Guía tomó el mando, imponiendo el veto a una ley de prensa tolerante, con lo cual 43 periódicos fueron suprimidos, para luego utilizar siempre a fondo la facultad de veto del Consejo de los Guardianes. Entró en juego también con plena eficacia la combinación de encarcelamientos y condenas de reformadores por la justicia, y del puro y duro terrorismo bajo protección oficial contra intelectuales próximos a Jatamí.

La primavera de Jatamí suscitó enormes esperanzas en la juventud, en los intelectuales y en las mujeres, sobre todo en las ciudades. Acabó con la imagen de Irán como país terrorista. Creó un nuevo clima social, aminorando sensiblemente la incidencia de la represión y aligerando el peso del nacional-chiismo. El cine iraní es buen ejemplo de ello. Pero ha tropezado con el muro de acero construido por el Guía y sus Consejos. Ningún cambio legislativo se ha conseguido en el sentido de imponer la democracia sobre la primacía clerical. Como explica la Nobel Shirin Ebadi, siguen vigentes las normas islámicas contra laicos y mujeres. Resulta lógico el sentimiento generalizado de impotencia que se tradujo ya en escasa participación y en el regreso de los conservadores con motivo de las elecciones municipales de febrero de 2003.

En la catástrofe de Bam, la jerarquía es clara: acude primero Jamenei, toma todas las disposiciones, y sólo entonces visita el lugar Jatamí. Rafsanjani habla ya de la necesidad de incrementar el poder clerical en el próximo Parlamento, cuya primera vuelta electoral tiene lugar el 20 de febrero, y de la que se esperaba muy baja participación y consiguiente resurrección conservadora. En cinco años han sido suprimidos 90 periódicos favorables a la reforma y acaba de serlo una de las dos páginas de información en la red que mantenían esa postura. La eliminación por el Consejo de los Guardianes de una gran mayoría de candidatos reformistas, incluido el hermano de Jatamí y jefe de su partido, indica que Jamenei desea restaurar la autocracia clerical.

Jatamí habla de libertad en el marco de una "democracia religiosa", pero hasta esta crisis soportó una y otra vez las imposiciones del Guía. En las últimas movilizaciones contra el régimen, del pasado mes de junio, los jóvenes pedían la dimisión de Jatamí y algunos coreaban "¡muerte a Jamenei!", como antaño "¡muerte al Shah!". La partida no ha terminado. Sólo que el poder de los ayatolás es mucho más sólido, cuenta con base social, recursos represivos y voluntad de utilizarlos muy superiores a aquellos de que dispusiera el rey de reyes antes de abandonar el país, ahora hace 25 años.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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