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Globalización a la carta

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 provocaron, según se cuenta, una suerte de parada técnica en el proceso de globalización. Inmersa en una pasajera zozobra, la principal economía del globo, la estadounidense, no sólo redujo significativamente sus niveles de comercio exterior, sino que padeció también un liviano retroceso en su producto interior bruto.

Aunque, conforme a una primera lectura, el parón mencionado tenía un cariz pasajero y era de aguardar que los hechos recuperasen su pulso anterior, el sentido general de las políticas acariciadas desde entonces por los gobernantes norteamericanos ha invitado a recelar de semejante conclusión. De resultas, han ido ganando terreno diferentes tesis que, cortadas por un mismo patrón, en esencia vienen a afirmar que EE UU, pese a conservar formalmente la condición de adalid de la globalización capitalista, está perfilando una apuesta en provecho de otros horizontes.

Las interpretaciones más radicales aseveran que, hablando en propiedad, Bush, hijo, ha dejado en el camino cualquier proyecto que guarde relación con lo que comúnmente se ha dado en entender por globalización. Para Paul McCulley, "el imperialismo estadounidense significa, por definición, el abandono del capitalismo mundializado, el olvido de la mano invisible de los mercados en provecho del puño, bien visible, de los Estados". Al fin y al cabo, ¿para qué competir si es posible imponer a los demás reglas de obligado cumplimiento? Según esta visión, comoquiera que la superioridad militar norteamericana no se ve refrendada por una manifiesta preeminencia económica, la Casa Blanca se habría inclinado por fortalecer en el exterior la dimensión represiva de su política al tiempo que de puertas adentro postularía, aquí sí, una retirada del Estado en el terreno de la economía. Bush, hijo, estaría dando satisfacción, en otras palabras, a la tantas veces citada y provocativa afirmación de Thomas Friedman: "La mano oculta del mercado nunca funcionará sin un puño oculto. McDonald's no puede florecer sin McDonnell Douglas, el fabricante del F-15. Y el puño oculto que garantiza que el mundo es seguro para las tecnologías de Silicon Valley se llama Ejército, Fuerza Aérea, Armada y cuerpo de marines de Estados Unidos".

De confirmarse el diagnóstico, y si así lo queremos, la Casa Blanca defiende en estas horas una globalización a la carta que se solapa con un genuino proceso de americanización. Tanto la una como la otra se fundamentan en una interesada visión del papel que corresponde a un Estado preciso, el propio, y dan fe de una vieja máxima de George Canning: "Comercio sin poder allí donde es factible. Comercio con poder allí donde hace falta". Por lo que a los demás Estados se refiere, en unos casos son etiquetados como gamberros o como descarriados defensores de vetos irracionales -Anthony Blair dixit-, en tanto en otros, y en particular en el de los amigos que demuestran puntillosamente su condición de tales, se hacen acreedores de concesiones que en modo alguno ocultan, eso sí, un recorte de su soberanía. Tal y como sucedía en Roma, esos amigos pueden aportar sus soldados de tal forma que queden encuadrados, bien que en lugar subalterno, en las unidades del Ejército imperial.

Si damos por cierto que ése es el escenario que está cobrando cuerpo, estaremos obligados a convenir que poco parecido guarda con el que describe el ya mentado Friedman, para quien en el teatro de la globalización capitalista todos los Estados se hallan sujetos a las mismas e inquebrantables reglas. La ilusión friedmaniana no es sino un trasunto de otra enunciada en su momento, pensando en menesteres distintos, por Francis Fukuyama: "La democracia liberal sustituye el deseo irracional de ser reconocido como más grande que los demás por el deseo racional de ser reconocido como igual". La manifiesta ineptitud de esta máxima a la hora de relatar lo que EE UU desea para sí como superpotencia se transmuta en una explicación más, no exenta de paradoja, de por qué la historia no parece estar terminando.

Nuestra globalización a la carta requiere, en fin, la anulación de presuntos competidores. El postulador de lo que alguien ha dado en calificar como un genuino Mein Kampf de finales del siglo XX, Zbigniew Brzezinski, puso las cartas sobre la mesa: "Nuestros tres grandes objetivos geoestratégicos son evitar colisiones entre vasallos y mantener a éstos en estado de dependencia, cultivar la docilidad de los súbditos objeto de protección e impedir que los bárbaros configuren alianzas ofensivas". A buen seguro que uno de los instrumentos para dar rienda suelta a imperativos tan edificantes es el que asume la forma de presiones, no siempre amistosas, ejercidas sobre instituciones internacionales, bancos, corporaciones y élites dirigentes. En palabras de Edward Luttwak que ignoran llamativamente lo que ocurre en la propia casa, "no podemos aferrarnos al laissez faire y a la globalización de la economía mientras Asia, y quizá mañana Europa, practican la geoeconomía, esto es, una economía de combate al servicio de un solo país o de un solo grupo de países".

Mientras recula una visión de la economía mundial -la inserta en la vulgata de la globalización capitalista- en la que los Estados desempeñan un papel marginal, los consumidores son apátridas y los agentes realmente importantes no son otros que las empresas transnacionales, el aprestamiento de una economía de combate propia reclama, de nuevo, un reflotamiento del Estado en su dimensión represiva. Ahí están, para atestiguarlo, los flujos autoritarios que asoman en el interior de Estados Unidos y las agresiones desarrolladas en Afganistán e Irak. La Casa Blanca parece decidida, así las cosas, a cortocircuitar la expansión internacional del euro, a restringir las posibilidades de abastecimiento energético de imaginables competidores, a preservar pulsiones decididamente proteccionistas, a establecer una férula estricta sobre las nuevas tecnologías de la información y a instituir severas medidas de espionaje y control como las que se revelan a través del programa Echelon. Semejante suerte de torcida globalización no esconde sino una activa apuesta en provecho de una franca americanización del planeta.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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