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Más tenaz que la corrupción

Lo que sucedió a mediados de diciembre en Buenos Aires, cuando se cumplían 20 años de la recuperación de la democracia argentina, parece la misma imagen de la película sin fin que se proyecta desde los años ochenta en América Latina.

Una boca de corrupción volcánica, visible para cualquiera, empieza a soltar señales de humo. Desde el poder político se ordena negar la realidad. La realidad no existe o lo que se ve existir es -se oye decir- una ilusión, un engaño. La justicia ignora esa realidad o la sepulta por escasez de pruebas o errores de procedimiento.

Entonces, una vez más, el periodismo tiene que salir a echar luz sobre la podredumbre. Que el periodismo asuma el lugar de la justicia es un mal signo de los tiempos, pero sería peor que dejara pasar las injusticias de largo cuando tiene la verdad entre las manos. También es un mal signo que, para obtener información, se vea obligado a pagar, como ha ocurrido más de una vez, resolviendo un soborno con otro soborno.

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Ya en julio de 2000 se corrió la voz de que algunos senadores argentinos habían recibido pagos ilegítimos del Gobierno de Fernando de la Rúa para votar una ley exigida por el Fondo Monetario Internacional, que tornaba aún más frágil la ya deprimida estabilidad de los trabajadores. Pocos dudaron del rumor y, en la turbulencia de la discusión, rodaron algunas cabezas díscolas del Gabinete, así como la del vicepresidente de la República, que decidió renunciar. Uno de los senadores involucrados, Emilio Cantarero, confesó primero y luego negó el soborno a la periodista María Fernanda Villosio. Fue un acto de comedia, porque el senador, que estaba protegido por el off the record, se identificó a sí mismo, por torpeza o por miedo.

La comedia empezó a convertirse en farsa el 12 de diciembre, cuando la misma periodista publicó en el semanario TXT la confesión de Mario Pontaquarto, ex secretario del Senado, quien admitió haber colaborado en el reparto de cinco millones de dólares a parlamentarios que se comprometieron a votar aquella ley.

Los fajos de billetes quedaron ocultos durante una semana en un armario de la casa de Pontaquarto, cerca de su dormitorio, envueltos en una frazada. Allí los exhibió, parece, ante su esposa -que se retiró de la casa, escandalizada- y ante un amigo abogado.

El ex presidente De la Rúa, acusado por Pontaquarto de haber autorizado con medias palabras el soborno a través de los fondos reservados del Servicio de Inteligencia, se había mantenido en una penumbra prudente desde su caída, hace ya dos años. Quebró la sana costumbre del silencio para atormentar su imagen con un sarcasmo que, proferido por otro, habría sido insultante: dijo que la crisis de su Gobierno había comenzado con su aparición irrisoria en el programa de entrenimientos Video Match, de Marcelo Tinelli, en el que confundió nombres, equivocó puertas de salida y asistió a una imitación cómica de sus torpezas. Si algún error le quedaba por cometer a De la Rúa, ése fue uno de los más patéticos: se tomó el humor en serio.

Los actos de corrupción se apagan rápido en la memoria de la gente. Duran casi tanto como los fuegos artificiales de fin de año. Sin embargo, corroen como un ácido la confianza no ya en la democracia -que por fortuna parece ahora inquebrantable en América Latina-, sino en las instituciones de la democracia, que deberían también ser imperecederas.

En cada uno de los países latinoamericanos hay una hazaña de investigación periodística que desenmascara a los corruptos pero acaba en una vía ciega.

Años después del asesinato en México en 1994 de Luis Donaldo Colosio, candidato presidencial del PRI (Partido Revolucionario Institucional) y casi seguro sucesor de Carlos Salinas de Gortari, un grupo de corresponsales del diario El Universal en Tijuana, la ciudad del crimen, logró reproducir el incidente paso a paso, fortaleciendo así la idea de una conspiración que habría sido alentada desde el propio partido gobernante. Nada ocurrió después, sin embargo.

En 1992, el semanario peruano descubrió que el presidente Alberto Fujimori y su asesor Vladimiro Montesinos alentaban al ejército para que asesinara en Lima a supuestos terroristas. Dos episodios de matanza, en Barrios Altos y en La Cantuta, fueron revelados, pero durante un tiempo la noticia cayó en el vacío, porque los cuerpos no aparecían. Un civil no identificado entregó a la revista un mapa del lugar donde estaban los huesos, y pareció que la historia por fin iba a esclarecerse. Pero Fujimori desvió las pruebas hacia el fuero militar, donde todavía siguen, en el vacío.

Poco antes, en 1989, dos periodistas del matutino Folha de Sa Paulo descubrieron las cuentas secretas que el gobernador de Alagoas e inminente candidato a la presidencia de Brasil, Fernando Collor de Mello, usaba para sus gastos. Casi todas derivaban de contratos lesivos para Alagoas. La denuncia habría avanzado quizá si Collor no hubiera ganado las elecciones, y se habría olvidado por completo si tres años más tarde, después de una orgía de fraudes, congelación de cuentas corrientes y favores a financistas como el célebre Paulo Cesar Farías, el presidente no hubiera sido obligado a marcharse por la ventana.

A veces caen algunas piezas menores de la corrupción, mientras que las mayores sobreviven a todas las adversidades, viajan por el mundo, se compran casas que valen millones de dólares y hasta se presentan con desfachatez a cargos públicos.

La misión esencial del periodismo es informar a la comunidad y servirla lealmente. A veces, los protagonistas de la información son personajes corruptos, a los que la prensa descubre antes que los oficiales de justicia, cuando debería suceder al revés.

Quizá dentro de un año las historias que evoca esta columna hayan sido sepultadas por el estruendo de otras historias, pero siempre habrá en los medios algún investigador dispuesto a desenterrarlas. Aunque la corrupción sea tan tenaz como la impunidad que la consiente, el periodismo es más tenaz todavía. Ésa es su razón de ser, su incesante peligro y también su modesta, fugaz gloria.

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