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Columna
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Traidores

Mientras el Honorable president prepara las maletas para desalojar el Palau de San Jordi, sus correligionarios se dedican con diligencia digna de mejores causas a blindar a sus cargos no electos (la nómina es la nómina). Son cosas que suceden. De la misma manera y por el mismo precio resucitan un tema principal de la literatura, el del traidor y el héroe, tan amado por Borges.

Los héroes, de momento, no sabemos muy bien dónde están (se supone que abandonando los mullidos despachos que ocuparon durante un par de décadas de lucha con cuartel contra los enemigos de la patria y de la Moreneta). Los traidores, en cambio, sabemos dónde están y quiénes son: están acantonados en las bases de ERC y dirigidos por un señor bajito (algo más alto que don Jordi Pujol) llamado Josep Lluís Carod-Rovira. Ese es el nombre del traidor en cuestión y esa la filiación del villano innombrable, ya que de ahora en adelante el nombre del traidor no será pronunciado (esa es la pena para tan gran delito: el silencio perenne).

Las ejecutivas de Convergència y de Unió, más unidas que nunca, han lanzado sus dardos o venablos contra Esquerra Republicana por "traicionar y dividir al nacionalismo y entregar la Generalitat a un partido españolista como el PSOE". El traidor, que el miércoles pasado visitó Bilbao, no se arredra y anuncia que estaría dispuesto a apoyar y participar en un eventual Gobierno socialista en Madrid, siempre que el candidato socialista en cuestión diseñara un proyecto de Estado en el que "se sientan cómodas todas las nacionalidades". Tras las lunas tintadas de sus coches todavía oficiales, los mismos dirigentes catalanes que se han hartado de comer en Lhardy convidados por la derecha hispánica desde el preposfranquismo hasta anteayer, acusan de traidor y de felón al secretario general de ERC. Son cosas que suceden.

Uno creció escuchando los gritos ostentóreos del franquismo imposible y nostálgico (y por ello agresivo) que acusaban de tración a la patria a todo aquel, militar o civil, que no temblase de emoción al oír el Cara al sol (hecho por vascos) o el himno nacional. Todos eran traidores a la patria, desde el Rey para abajo, aunque había un traidor que era el traidor, su traidor predilecto, que no era otro que nuestro paisano el conde de Motrico. José María de Areilza, a quien tanto aprecié y respeté después de conocerlo, fue durante años el epítome del perfecto traidor, la reencarnación del conde don Julián que por entonces sólo Juan Goytisolo reivindicaba. El vasco más civil y más civilizado que a uno le ha sido dado conocer (Areilza) era la encarnación del peor de los pecados: la traición a la patria. La misma acusación que la izquierda abertzale lleva años lanzando contra el nacionalismo democrático de loden y franela que ahora se ha echado al monte con paragüas, sebagos y carteras de Loewe frente a la estatua de Sabino Arana. Incluso Arnaldo Otegi se ha cansado de acusar de traición a los jeltzales. El insulto no cuela. En Euskadi la patria vuelve a ser lo primero. Los desleales de antaño han vuelto a sus raíces primigenias mientras en Cataluña unos cuantos traidores ensayan el futuro.

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