El espíritu de Ginebra
¿Pues qué tiene de especial este famoso plan de Ginebra firmado, el pasado 1 de diciembre, por dos delegaciones no oficiales, encabezadas por el ex ministro israelí Yossin Belin y el ex ministro de Arafat Yasir Abdel Rabbo? ¿Y a qué se debe que fuéramos tantos -de Jimmy Carter a Lech Walesa, pasando por judíos de todo el mundo- los que acudimos ese lunes a la ciudad suiza, escépticos pero entusiastas, para ver nacer de ese modo esta nueva chispa de esperanza?
Este plan prueba, en primer lugar, que tanto en una sociedad como en la otra todavía existen hombres y mujeres que, a pesar de las mentiras y la guerra, a pesar de los muertos, a pesar del luto, a pesar del baño de sangre y el odio, siguen queriendo la paz y, para lograrla, están dispuestos a ceder una parte de su sueño; a los que habían perdido la esperanza desde hace tres años, especialmente a los pacifistas israelíes que, después del fracaso de Taba, habían visto que los palestinos respondían a la oferta de paz de Ehud Barak, primero, con piedras y, luego, con la guerra, demuestra que todavía existe un interlocutor, que en los dos bandos hay todavía altos personajes dispuestos a hablar.
Reanuda la labor exactamente donde la dejó Barak; el plan es el mismo que propusieron Ehud Bark y Bill Clinton en Camp David y luego en Taba, excepto que aborda los dos aspectos (el Estatuto de Jerusalén y el derecho de retorno) con los que había tropezado el plan anterior y demuestra que también en esas cuestiones es posible llegar a un compromiso y ponerse de acuerdo; obtiene de los israelíes el doloroso sacrificio de que el Monte del Templo se convierta en la Explanada de las Mezquitas; arranca a los palestinos la renuncia, quizá aún más dolorosa, a un derecho de retorno cuyo texto estipula que -salvo en el caso de los "refugiados" a los que Israel, en pleno uso de su soberanía, decidirá acoger o no- se ejercerá dentro del Estado palestino de futura creación; al dar una respuesta clara a estos dos problemas, al incluir estos dos puntos en la discusión y luego el acuerdo, Ginebra logra lo que no pudieron Camp David ni Taba; es un gran instante pedagógico que muestra que el fracaso de Camp David y Taba no era definitivo ni necesario.
Por supuesto, enuncia unas intenciones; reafirma las mismas grandes líneas de todos los planes anteriores; parte -como todos los planes, desde el Plan Rogers de 1967 hasta la Hoja de Ruta- de la doble exigencia de un Estado palestino viable y un Israel con fronteras legítimas y seguras; pero se apresura a entrar en el detalle y traza la línea de partición pueblo a pueblo, casi olivo a olivo. Es decir, éste no es un plan de soñadores, no es esa utopía que denuncian ya los extremistas de ambos bandos; es un plan concreto, un plan preciso y negociado con las cartas en la mano y una meticulosidad casi obsesiva; es un plan que distingue cuidadosamente, por ejemplo, entre los asentamientos que habrá que desmantelar y los próximos a la línea verde o a Jerusalén, que se conservarán a cambio de una porción de territorio equivalente. No sólo es una lección de pedagogía, sino también de pragmatismo, y son las dos sociedades civiles las que se la están dando a los políticos. Es el primer plan que parte de la idea de que el diablo se esconde en los detalles y que no sirve de nada estar de acuerdo en los principios si se dejan para mañana, pasado mañana, días mejores, los aspectos verdaderamente delicados.
Este plan, que no elude ningún escollo, que rompe con la vieja costumbre de dejar para el final los problemas que se consideran demasiado espinosos, que no dice, ante ningún interrogante: "Es demasiado conflictivo, demasiado complicado, ya veremos cuando llegue el momento", que, de hecho, rompe con la idea de las "etapas" y los "procesos" que constituía el espíritu de Oslo, que se presenta en bloque, lo toma o lo deja, este plan consigue dejar el menor hueco posible a la artimaña, el doble lenguaje, la maniobra; no permite que nadie diga: "De acuerdo, lo firmo, entro en el proceso, pero sé perfectamente que me saldré en la fase X, que me escaparé en la fase Y". No deja a ninguna de las dos partes la posibilidad de adherirse sólo a medias: "No cuesta nada firmar, porque sé que quedan muchas citas en las que, si cambio de opinión, podré retirar mi palabra". Es un plan antiescapatorias; es un plan anti-reservas mentales; es un nuevo concepto de plan que, si se aplica, si las sociedades civiles de Israel, Palestina y otros lugares imponen el modelo a los responsables, tendría como resultado, literalmente, el de desarmar las bombas de efecto retardado sembradas en el camino de la paz.
Por todos estos motivos, porque todo está encima de la mesa y no se ha hecho nada en silencio, porque cuenta con los interlocutores tal como son y no como querríamos que fueran, porque no presupone, por ejemplo, el amor de los pueblos entre sí ni la democracia en Palestina, porque ya no plantea como requisito previo el famoso doble reconocimiento desde el fondo de las almas con el que soñaban todavía los negociadores de Oslo; en resumen, porque dice: "Hagamos la paz, no el amor", o "Firmemos, el amor vendrá después", o "Viva la paz seca, sin romanticismos ni tragedias, entre pueblos de los que nadie ignora que, por el momento, no siempre son hermanos", por todo eso, este plan es el primero del que no se puede decir que sea una apuesta, un salto al vacío o lo desconocido, una aventura; es el primero, de todos los planes elaborados desde hace 36 años, sobre el que los amigos de Israel -todos los que, como yo, saben que Israel no tiene derecho a equivocarse y es demasiado frágil para permitirse un salto a lo desconocido- ya no tienen verdadera razón para decir: "Muy bien, firmamos, y después, ¿qué?".
Así pues, uno puede negarse a firmar, desde luego. Uno puede, si es palestino, querer seguir ahogando a Israel bajo una marea de refugiados. Uno puede, si es israelí, pensar que las piedras sagradas merecen que se siga -¿hasta cuándo?- vertiendo sangre. Y uno puede, si es americano o europeo, rechazar este paso con la excusa de que un plan firmado por hombres y mujeres que han tenido responsabilidades y quizá vuelvan a ellas pero, por el momento, no las tienen, no merece tenerse en consideración. Ahora bien, en ese caso, las cosas estarán claras, y precisamente el último mérito de este plan es que obliga a cada uno a definirse y revelarse: ¿quién quiere la paz, quién no la quiere? ¿Quién pretende quererla, pero, en realidad, no la quiere más que de palabra? ¿Quién la quiere de palabra pero, cuando llega el momento de sentarse alrededor de la mesa y decirnos con un poco más de detalle la paz que quiere, reconoce que no sabe nada y que no tiene ningún plan? Operación verdad. Un plan que es revelador, un detector de hipocresía, un análisis salvaje. Este plan no es perfecto. Y seguro que unos negociadores con las competencias necesarias podrían refinar esta o aquella disposición. Pero, al menos, tiene el mérito de situar a cada uno entre la espada y la pared. En este sentido, sí, habrá un antes y un después de Ginebra.
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