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Columna
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La sombra de Cataluña es alargada

A algunos catalanes les molesta la comparación de que la Copa del América en 2007 puede ser para Valencia como los Juegos Olímpicos de 1992 para Barcelona. Según ellos, es como si equiparásemos una partida de petanca con la final de la Champions League.

Al margen de que resulte adecuada o no esa analogía, tras la designación de la sede valenciana pretenden adivinar tortuosas motivaciones políticas del Estado central, como aventuró públicamente el alcalde de la ciudad condal, Joan Clos. En discusión durante estos días con un amigo del PSC, hube de recordarle el apoyo de Felipe González a la Expo Universal de Sevilla o la influencia decisiva de Juan Antonio Samaranch en favor de la elección olímpica de Barcelona. A mí no pueden cantarme otra milonga ya que, por razones profesionales, hace más de quince años fui testigo tanto en Lausana como en la capital de Cataluña de cómo el entonces presidente del COI guió la candidatura de Barcelona hasta su éxito definitivo. "Bueno, bueno", me replicó mi amigo, a falta de mejores argumentos, "es lo mismo que ha hecho ahora Eduardo Zaplana para conseguir la Copa del América".

Ya ven: hasta aquellas personas que menos le quieren atribuyen al hoy ministro portavoz del Gobierno más méritos y más logros de los que por sí mismo ha alcanzado.

Anécdotas aparte, estos ejemplos muestran el talante y la actitud actuales de muchos catalanes hacia nuestra Comunidad. Lo que antes era un aristocrático desdén o una amable condescendencia por su parte ha sido sustituido, más o menos desde hace unos cinco años, por una contenida admiración si no por simple recelo hacia el desarrollo acelerado de sus hermanos del sur. Hitos de esa nueva actitud han sido la mejora de nuestras infraestructuras, el tráfico del Puerto de Valencia, el crecimiento de la región como destino turístico, la renovación de la oferta cultural y de ocio...

Esto ocurría mientras Cataluña, anquilosada por la endogamia política de CiU y entregada a la recurrente observación de su ombligo, olvidaba la generosa proyección cosmopolita, plural e integradora con la que nos encandiló a muchos durante la transición del franquismo a la democracia. En cambio, la Comunidad Valenciana, libre por fin de cainismos seculares y de complejos de inferioridad, daba un importante salto hacia el futuro. Ahora, sin embargo, de forma repentina, una serie de acontecimientos, entre los que se incluye destacadamente la presencia en el Govern de la Generalitat de los pancatalanistas de ERC, está a punto de resucitar viejos fantasmas del pasado.

Es verdad que la sombra de Cataluña sobre nuestra Comunidad es alargada, parafraseando la novela de Miguel Delibes. Pero también lo es que el líder de Esquerra, Josep Lluís Carod Rovira, lleva demasiados años en el negocio de la política para pecar de ingenuo. De aquí a marzo, en que tendrán lugar las elecciones generales, no dará ningún paso que pueda perjudicar a escala española a su consocio de Gobierno. Tanto interesa a sus propósitos la llegada a la Moncloa de Rodríguez Zapatero, que ya ha anunciado que éste podría contar con su apoyo en una eventual sesión parlamentaria de investidura.

Esa prudencia coyuntural de los independentistas catalanes a quien más habría de beneficiar a corto plazo es al PSPV-PSOE. Joan Ignasi Pla se ahorra así un nuevo boquete en la línea de flotación de su partido, zarandeado por las contradicciones sobre el Plan Hidrológico, la desafección de responsables comarcales y la constante vacilación ante las sucesivas propuestas de Pasqual Maragall.

Evitada de momento esa nueva vía de agua en su singladura política, el PSPV no está todavía en condiciones, sin embargo, de plantear la batalla política al PP en las elecciones de marzo. Hasta ahora, tanto las encuestas, como las cifras económicas o el grado de satisfacción de los ciudadanos parecen decantar a éstos, hoy por hoy, por el Partido Popular y, obviamente, en beneficio de la candidatura al Congreso que encabezará Eduardo Zaplana. El único que podría menguar ese triunfo es el propio PP abriendo nuevos escenarios de crisis que parecían definitivamente cerradas: vertebración territorial de la Comunidad, enfrentamiento lingüístico, dudas sobre el modelo de desarrollo económico, abandono de políticas de integración...

Si semejantes prácticas de improbable canibalismo político interno se llevasen a cabo y la candidatura del PP perdiese en la Comunidad esos dos o tres escaños que podrían resultar decisivos en Madrid, el que se frotaría las manos, más que el propio Pla, sería Carod Rovira, quien vería así un poco más expedito su camino hacia ninguna parte.

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