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Columna
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Inclusión

Josep Ramoneda

Desde Madrid, la furia. Un Gobierno que parece dispuesto a sustituir la política por el Código Penal sigue obsesivamente el programa de construcción del enemigo. Dondequiera que hay un problema lo primero es señalar el Mal. Y el Mal en este caso es Esquerra y, por extensión, quien consiga subirla al carro de la coalición. El PP tiene preferencia por CiU, porque también para los gobernantes la opción derecha-izquierda es prioritaria, por la melancolía de los buenos tiempos pasados juntos y porque el enemigo que batir en España es el PSOE. Pero su estrategia de la tensión tiene respuesta para los dos casos: si gobiernan CiU y Esquerra, se lanzará por la vía del enfrentamiento con los nacionalistas, al modo de Euskadi, con la esperanza de convalidar la mayoría absoluta. Si, finalmente, se impone el tripartito de izquierdas, el PSOE, por la parte que le toca, será objeto de una intensa lluvia de fuego de cuatro meses por confusión, irresponsabilidad, traición a la patria y contribución a la disgregación de España. El guión está escrito; no habrá sorpresas.

En Cataluña, el ruido y la discreción. El ruido de la subasta en que se han metido las partes contratantes, con CiU deshaciendo a toda prisa el camino andado en la última legislatura, como si de pronto se avergonzara de ser quien ha sido. Con el PSC dispuesto a verle a Esquerra todas las gracias y de encajar como lo más normal del mundo cualquiera de las exigencias que ésta imponga. Y con Esquerra subiendo cada día un poco el precio de salida. Si es teatro, un consejo a los actores: en la escena política, el que se pasa de obsequioso acaba siendo un payaso y el que exige más de lo razonable acaba resultando arrogante.

Fuera de la escena: la discreción. Los contactos telefónicos entre dirigentes políticos, las citas secretas, la incesante movilización de intermediarios -tú que estás a bien con fulano de tal dile que...-, una intensa trama que no cesa, mientras los actores designados recitan sus papeles en el escenario.

La nueva realidad política catalana es suficientemente distinta como para que el código político de signos y señales que venía funcionado desde el inicio de la transición dé muestras de obsolescencia. De modo que los que se sientan en la mesa ya no son de las mismas familias ni han frecuentado los mismos colegios. (Y en eso llevan ventaja para entenderse Josep Lluís Carod Rovira y José Montilla, cuyas biografías apuntan a la profundidad del cambio en curso). Lo que es natural y lo que es antinatura ya no es tan evidente. Por ejemplo, el principio de que nacionalismo arrastra a nacionalismo.

Algunas novedades destacadas están precipitando en la política catalana: una de ellas es que el independentismo, que hasta ahora había sido marginal, se está convirtiendo en estructural; es decir, en un dato con el que hay que contar. Una idea de independencia que va muy ligada a la idea de poder y que por eso me parece más entendible y menos excluyente que el nacionalismo. El nacionalismo rotura orígenes, mentalidades y pertenencias; el independentismo puede ser nacionalista o puede no serlo. Por sí mismo sólo rotura un territorio como espacio del poder propio.

Esta irrupción en escena del componente independentista no es casual. Hace tiempo que se ha ido extendiendo en la sociedad catalana la sensación de que España es un mal negocio. Se ha extendido entre las élites dirigentes, políticas y empresariales (al fin y al cabo, en la sociedad mediática poco recorrido tienen las ideas que no encuentran complicidades en las alturas), y ha cuajado en amplios sectores de la sociedad. Al cruzarse este malestar transmitido desde arriba con las irritaciones surgidas desde abajo, contra el modelo de globalización y especialmente contra la guerra de Irak, se ha ido extendiendo (gracias a la eficaz colaboración del presidente Aznar) la sensación de que España nos estaba llevando por un mal camino. Más allá de la emulación patriotera, los partidos políticos percibieron correctamente este malestar al coincidir todos ellos excepto el PP en proponer la reforma del Estatut. Sólo que CiU y el PSC son tierra gastada y por eso el premio fue para Esquerra.

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Paradójicamente, la coyuntura ha querido que Cataluña, en este momento de aparente ejercicio de introspección, esté más presente en la vida política española que nunca. Como si se confirmara que -como dice Xavier Rubert- el lenguaje que en España se entiende es el lenguaje del poder. Un nuevo Gobierno catalán deberá tener un proyecto para su relación con España, lo que no han tenido nunca los gobiernos de CiU, encomendados siempre a la estrategia de la negociación pragmática del día a día y del regate parlamentario. Forma parte de los deberes del próximo Gobierno combatir la lógica de enfrentamiento impuesta por el PP, y restaurar la política como forma de relación civilizada.

En este renovado escenario, en que la voluntad de poder parece intervenir más descarnadamente, sin los escrúpulos que movían a enmascararla con la ideología, el intento casi clandestino de algunas personalidades, con autoestima de estadistas, de trabajar, como correspondiera en mentalidad de transición, por un Gobierno CiU-PSC quedó desactivado en un santiamén. La imposición de la medalla de Barcelona a Miquel Roca -con Narcís Serra como glosador de los méritos- podría ser en cierto modo el réquiem por la vieja transversalidad. ¿El fin del oasis catalán?

Ahora las líneas transversales parecen ser otras: la nacionalista o la de izquierdas. Si a Esquerra le pudiera más la querencia nacionalista que la independentista de izquierdas, entraríamos en el riesgo de ver consagrada la dualización nacionalistas / no nacionalistas. Una buena noticia para los partidarios del frentismo (ya sea desde el punto de vista nacionalista catalán o desde el punto de vista nacionalista español). Si se impone la transversalidad de izquierdas, Cataluña recuperaría el normal esquema derecha / izquierda, sobre el que se articulan la mayoría de democracias avanzadas. Ante ambas hipótesis sólo cabe un ruego: que se desactive cualquier mecanismo de exclusión. Para mí, la coalición que mejor garantice una política inclusiva es la que merece gobernar. Y por esto deberá ser juzgada.

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