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CLÁSICOS DEL SIGLO XX (2)
Columna
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Miserias y sueños humanos

Imaginemos el año 1949 en Madrid desde la estrechez y mediocridad de una pensión regentada por tres mujeres calladamente desesperadas, desde la miseria de los arrabales, desde la precariedad de los laboratorios de investigación, desde la rutina de los cafés, desde la melancolía de los burdeles. Un paisaje mitad ciudad, mitad tierra de nadie, suspendido en el tiempo, enquistado en sus rincones, inmóvil y silencioso como un monstruo mitológico, por el que deambula un joven científico llamado Pedro. Pedro es mucho más que un héroe o antihéroe de novela, es el viento que arrastra las distintas conciencias y voces del resto de los personajes (de la madre de Dorita, Amador, Muecas, Cartucho, Matías) como hojas que no van a ninguna parte, lo que produce un efecto bastante desolador. Y que ha arrastrado hasta mí una agobiante sensación de incomunicación, que con el paso del tiempo, cuando se olvidan los entresijos de una lectura, cuando incluso se olvida la historia, ha permanecido grabada en la memoria igual que se graban los olores fuertes o las situaciones incómodas.

El título Tiempo de silencio, que parece iluminar toda la novela desde la misma portada, y la fecha de su publicación, 1962, han quedado fundidos para siempre en todos los manuales de literatura. Cualquier estudiante de Bachillerato sabe, aunque no haya leído el libro, que marca un antes y un después en nuestra narrativa contemporánea por la renovación estilística que supuso. Lamentablemente, la muerte de Luis Martín-Santos dos años más tarde le impidió disfrutar de un éxito apabullante, que ha logrado superar modas y fronteras, y terminar su siguiente novela, Tiempo de destrucción. Sin duda, lo que más llamó la atención en un primer momento de Tiempo de silencio fue su libertad expresiva, la densidad y riqueza lingüísticas con que el autor dotaba a las páginas, inspiradas por el Ulises, de su admirado James Joyce, a quien menciona en la novela, y que hasta entonces había sido muy poco leído en nuestro país. Se podría decir que del mismo modo que las faldas en forma de cebolla recubren a la mujer del Muecas, también las capas del lenguaje se superponen y recubren la realidad de este mundo aparte. Capa sobre capa de miserias y sueños humanos. Así que más que un recorrido por las distintas esferas sociales de Madrid se diría que Martín-Santos hubiese doblado el mapa de la ciudad y hubiese obligado a Pedro a atravesarlo arrastrando con él materiales de un nivel a otro. Por eso, sus estudios sobre el cáncer salpican a Amador y llegan hasta la chabola del Muecas, quien elabora su propia teoría sobre la reproducción de los ratones cancerosos, y se introducen, literalmente, entre los pechos de su mujer y sus hijas. Y de más abajo aún, de la subchabola de Cartucho, asciende la desgracia hasta Pedro, y la muerte hasta Dorita.

Sin embargo, en la superficie, en la espuma de la vida, se encuentra la madre de Matías, amigo de Pedro. La visión deslumbrante que de ella tiene Pedro remite a Scott Fitzgerald y a su Daisy de El Gran Gatsby, a mujeres que hacen pensar en otra cosa: en cuadros, en piedras preciosas, en música. Así es como la madre de Matías surge de las páginas de la novela, atravesando, como por un efecto de ordenador, sin mancharse ni despeinarse, estratos de basura, de escombros, de ignorancia, de mujeres que crían ratones y mantienen una relación incestuosa con su padre o que languidecen con rabia entre las cuatro paredes de una casa de huéspedes. Y tal vez todo eso sea necesario para que exista gente como Matías y su madre, de la misma forma que también son necesarios los malos olores en la composición de los perfumes.

Creo que más que la experimentación con el lenguaje, que más que el uso de neologismos, cultismos y juegos lingüísticos, que más que la simbología y referencias literarias que se puedan rastrear en la novela, son páginas como éstas (las más sencillas y transparentes, por cierto) las que han logrado atravesar el tiempo de tantos acontecimientos y cambios trascendentales, para llegar hasta mí. Es como si la pegajosa mediocridad de la época que la novela recrea, la misma novela la haya dejado allí, en aquellos días vacíos de futuro, y haya salvado la lúcida mirada de Pedro, que, como médico, a veces nos transmite la idea de los seres humanos como organismos más o menos rudos en su forma de supervivencia y más o menos preocupados por buscarle un sentido a su existencia. Alguna vez se le ha achacado a este personaje de corte existencial, a este medio extranjero en su propia vida, que piense mucho y actúe poco. Pero ¿qué otra cosa se podía hacer? -parece preguntarnos Martín-Santos-. ¿Qué otra cosa se podía hacer en aquel tiempo de silencio?

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