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Columna
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Ruidos sin nuez

En relación con la reciente adquisición por parte del Museo del Prado del retrato del así llamado El barbero del Papa, de Velázquez, no sólo hay que felicitarse por la excepcional importancia artística de la obra en sí, como singular ejemplo que es de la etapa final del pintor, cuando, por así decirlo, sólo hacía cuadros magistrales, sino porque, se mire por donde se mire, no cabe una compra más acertada.

En efecto, lo es, en primer lugar, porque se trata de una incorporación a nuestro patrimonio de una obra foránea del artista español más apreciado; en segundo, por ser muy corta la producción conservada de Velázquez, lo que lógicamente multiplica su valor; en tercero, porque prácticamente la mitad de esa obra velazqueña se conserva en nuestro país y, entre ésta, casi toda en el Museo del Prado, en cuya colección faltaba, no obstante, una representación de lo que el maestro sevillano realizó durante su segundo viaje a Italia, donde estuvo entre fines de 1648 y mediados de 1651, etapa crucial de su madurez, como lo corroboran los retratos italianos coetáneos de Inocencio X y Juan de Pareja, y pórtico de los escalofriantes diez últimos años de su producción artística, en los que ejecutará Las meninas, Las hilanderas o Mercurio y Argos; en cuarto y último lugar, por el excelente estado de conservación de El barbero del Papa, lo cual despeja la única alegación posible frente a la adquisición de una obra, en la que todos los especialistas en Velázquez que se han pronunciado concuerdan unánimemente acerca de su autoría, calidad, importancia y significación.

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El Prado completa con 'El barbero del Papa' todas las etapas de Velázquez

Por todo ello, si desde un punto de vista artístico, histórico, patrimonial, museográfico, técnico y simbólico la compra de este maravilloso retrato de Velázquez es indiscutible, ¿qué cabe objetar? Aunque "en arte, sólo el necio confunde valor y precio", podría alguien profano asustarse por la elevada suma pagada, pero no creo que haya ningún profesional en la materia que no califique, también desde una perspectiva comercial, la cifra rematada, no digo ya de razonable, sino hasta de excelente oportunidad.

¿A qué viene, por consiguiente, tanta polémica? No se me ocurren al respecto más que razones espúreas o pedestres, cuyo oscuro fundamento deberán explicar sus promotores mejor que hasta ahora, porque alegar una hipotética compra alternativa de un Goya inventariado en el patrimonio español, reprochándoselo encima al Museo del Prado, que, felizmente, durante estos últimos años, no ha dejado de adquirir obras del maestro aragonés, como, entre otras, la Marquesa de Santa Cruz, la Duquesa de Abrantes, la Condesa de Chinchón o, en los últimos meses, tres interesantes y desconocidos cuadros religiosos, uno de los cuales, el San Juan, es además obra madura de calidad emocionante, es algo tan absurdo como acreditar el valor de un cuadro por su tamaño. En esta polémica inventada el ruido es más relevante que las nueces, aunque la confusión creada sea hoy más dañinamente injusta, porque se ceba cuando precisamente el Museo del Prado encadena compras admirables como jamás había ocurrido antes en toda su ya larga y, no pocas veces, desdichada historia. ¿O quizá será por ello?

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