Asombrosa aventura del lenguaje
Hubo desconcierto en el auditorio de la prensa cuando se voceó la decisión del jurado del Festival de Cannes de pasar por encima de las magníficas Lejos, Dogville y Mystic River y poner en manos del estadounidense Gus van Sant -cineasta incatalogable, de extraña trayectoria, llena de altibajos- el doblete de la Palma de Oro y el premio al mejor director. Indiscutible es el segundo, pues Elephant es un alarde de virtuosismo en filmación y puesta en pantalla. Pero la conquista de la Palma creó una perplejidad que duró el instante necesario para percatarse de que aquella disonancia era un acierto pleno, ya que un festival debe mantener viva la exploración de territorios formales desconocidos y seguir abriendo caminos a la inagotable aventura del lenguaje cinematográfico puro, no sometido a galerías y palomitas, de espaldas a todo pacto o comercio.
ELEPHANT
Dirección y guión: Gus van Sant. Intérpretes: estudiantes de Portland (Oregón). Género: drama.Estados Unidos, 2003. Duración: 81 minutos.
Gus van Sant vuelve en Elephant a sus orígenes -a la libertad y el aliento transgresor que anidó en el espíritu beatnik y en el cine underground neoyorquino, de donde partió- después del paréntesis de Hollywood, en el que se ahogó en filmes que no debe hacer un artista de su estirpe, como las brillantes y huecas El indomable Will Hunting, Persiguiendo a Forrester y el loco remake al pie de la letra de Psicosis, que le sirvió de laboratorio para dar cauce al genial y endiablado despliegue de imágenes de Elephant
, prodigiosa ficción de terror, o de horror, filmada con mirada hiperrealista, casi documental, que conforma una de las metáforas más hondas y duras sobre la vida en EE UU que el cine ha alcanzado.
Hace mas de un año que el arrollador panfleto de Michael Moore Bowling for Columbine arrastra a medio mundo y arranca vitriolo político de la matanza de estudiantes ocurrida en 1999 en un liceo de los alrededores de Denver. Van Sant, en los antípodas de Moore, no rodea el suceso, sino que su penetrante cámara atraviesa sus muros materiales y mentales y se adentra como un puñal en la sobrecogedora placidez del laberinto escénico de aquel infierno cotidiano convertido, a través de abruptos y oscuros mecanismos proyectivos, en una incursión sin vuelta atrás en la locura que anida en los limbos pedagógicos de una América cerrada sobre sí misma, que flota en una nube de aire viciado y se desliza sobre atmósferas enrarecidas que presagian el desastre.
No estamos dentro de una película narrativa, de un relato, sino de una ceremonia, un ritual o preludio o umbral de la inabarcable tragedia. Pero, además de inabarcable, lo que ocurre en Elephant, o en Columbine, es inexplicable -o, con más exactitud, indescifrable: un laberinto irresoluble, un atolladero del comportamiento- y Van Sant bucea con cegadora luminosidad en la opacidad del fondo del suceso, sus tiempos secretos. Dice: "Cada espectador lo interpreta a su manera o de ninguna manera, y esta falta de explicación es lo que da su energía y su belleza al cine". Y así esta enérgica y bella película de terror, o de horror, devuelve al cine la pasión de la busca de geniales (por nunca dobladas) esquinas de la gramática de la imagen. Obra honda, recia y difícil de ver porque carece de precedentes. Cine recién inventado, que mira hacia adelante.
Babelia
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