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Columna
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Sin máscara

El brillante resultado que Esquerra Republicana (ERC) obtuvo en las elecciones del pasado día 16 posee una serie de lecturas y ha tenido un cúmulo de efectos francamente estimulantes. Supone el fin -o el severo retroceso- de la Cataluña dual, binaria, en blanco y negro hasta ahora vigente; refleja la removilización y una sana diversificación del voto nacionalista retraído en 1999; ha hecho imposible que Convergència i Unió (CiU) continuase siendo rehén del Partido Popular; comienza a hacer justicia a los méritos de Josep Lluís Carod Rovira, uno de los dos o tres políticos con más fuste de su generación; ha provocado que, de repente, los medios de comunicación y la ciudadanía peninsulares descubran a ERC, un partido fundado en... 1931; ha puesto de los nervios al entero parque jurásico del articulismo español, desde Luis María Anson (que confiesa su "estremecimiento") hasta Miguel Ángel Rodríguez ("el gobierno que se forme va a intentar hacer de Cataluña un nuevo lehendakarinato"), de Federico Jiménez Losantos ("lo único claro de Carod Rovira es que, de mayor, quiere ser Ibarretxe") a Fernando Savater ("el auge de los nacionalismos asilvestrados que pueden llegar a convertirnos en algo así como los Balcanes..."); y, last, but not least, el éxito de Esquerra ha desenmascarado definitivamente el concepto de la democracia representativa que tiene el Partido Popular.

Hagamos memoria. Al principio -y en esto estábamos de acuerdo todos- el enemigo era el terrorismo. Después, el combate se amplió a aquellos que no condenaban el terrorismo, y se elaboró a toda prisa una Ley de Partidos ad hoc para disolver al brazo político de ETA, y ya puestos se cerró Egunkaria, y se anularon cientos de candidaturas municipales no afiliadas mientras nos tranquilizaban con la consigna de que "se persiguen conductas delictivas, no ideas; en España, todas las ideas son lícitas". Más tarde, y aunque ninguno de los partidos del Gobierno vasco mata ni pone bombas, Aznar y los suyos rechazaron y tratan de sofocar el debate sobre el plan Ibarretxe porque "comparte los objetivos de ETA". ¿Cuál era, pues, el verdadero enemigo? ¿Los métodos sangrientos del terrorismo, o las ideas soberanistas del nacionalismo pacífico?

Esa perversión de la lógica democrática que afloraba desde tiempo atrás en la política vasca del PP ha quedado retratada de cuerpo entero en su política catalana desde el 16 de noviembre. Aquí, donde nadie puede ser acusado de rentabilizar el terrorismo porque no lo hay, donde Esquerra ostenta con relación a la violencia una trayectoria transparente e inequívoca, la limpia subida electoral del histórico partido republicano ha sido acogida por los Aznar, Rajoy, Mayor Oreja y compañía como "algo preocupante", "malo para la democracia española", síntoma de "inestabilidad", etcétera. Mucho más grave: los 540.000 catalanes que han votado a ERC y la inobjetable legitimidad que le otorgan para entrar en el futuro Gobierno están siendo objeto de una campaña de descalificación y miedo digna del doctor Goebbels; "los gobiernos no deben caer en manos de aventureros", abrir a Carod Rovira las puertas de la Generalitat sería "una insensatez, una irresponsabilidad", provocaría "frentismo" y "exclusión"... El ínclito Josep Piqué ha hablado con desprecio de "partidos que en cualquier país democrático serían minoritarios", y ha deseado que Esquerra "permanezca siempre en la oposición, que es donde tiene que estar un partido radical". Pero, ¿qué idea de la democracia tiene alguien capaz de proferir tales asertos?

Por lo demás, y a la espera de que esas maniobras fascistoides fracasen, llama poderosamente la atención la excitada efervescencia reinante en el campo maragallista. Apenas superada la decepción del escrutinio, han reaparecido en dicho territorio las pulsiones que le son tan familiares y tan dañinas: así, el complejo de superioridad moral que se resume en esa indecente ocurrencia según la cual hay que acabar con "65 años de derechas en Cataluña", como si el régimen de Franco y los gobiernos de Pujol pudiesen ser englobados en la misma categoría conceptual, política y ética; o la amargura de los que comprueban una y otra vez -y ya van siete- que este país no es tal como ellos lo imaginaban, y reaccionan tachando a muchos de sus conciudadanos de facinerosos o masoquistas, o bien culpando a un sistema electoral que todo el mundo dio por bueno durante varios lustros y que funciona con iguales o mucho más agudas distorsiones en el resto del Estado.

Hemos vuelto a escuchar, también, ese sonsonete sobre "la necesidad imperiosa de la alternancia", necesidad en virtud de la cual -supongo- el PSOE ni siquiera va a presentar candidaturas la próxima vez que haya elecciones en Andalucía, Extremadura o Castilla-La Mancha, puesto que para entonces ya llevará entre 22 y 24 años de gobierno ininterrumpido en las comunidades autónomas citadas. Y, otra vez, el perfil sociológico de los votantes de Convergència i Unió ha sido caricaturizado como un bloque homogéneo de "catalanes de origen", casi como un electorado étnico o "de sangre". Es de justicia reconocer, no obstante, algunas novedades: ahora, de repente, frente al "nacionalismo malo" de CiU, Esquerra representa un "nacionalismo bueno"..., bueno para servir de escabel o de salvavidas; y la eventual configuración de una mayoría nacionalista de centro izquierda podría causar una "fractura social"..., fractura que no se produjo durante la larga hegemonía del nacionalismo de centro derecha. ¡Qué cosas!

De cualquier manera, no me uniré al nutrido e interesado coro de los que, desde hace 12 días, sermonean a Josep Lluís Carod, le advierten, le presionan o le amenazan veladamente para que opte en uno u otro sentido. Me basta con que obre con cordura y en conciencia. Y sé que lo hará.

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es historiador.

Joan B. Culla i Clarà

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