Carta a los italianos
Toda la historia da testimonio del desdén italiano por las aventuras de guerra. En las grandes horas del Renacimiento, las ciudades de la península, a pesar de las continuas batallas, se ponían de acuerdo para reducir al mínimo las pérdidas humanas. Fueron necesarias las despiadadas hordas que bajaron de Francia y Alemania para borrar este brillante esbozo de una comunidad europea donde el arte de vivir prevalecía sobre el arte de la guerra, y los valores de la civilización sobre las fantasías de la agresividad militar. En los peores momentos del siglo XX, ni siquiera las fanfarronadas del Duce escaparon a la ironía de sus compatriotas y a la resistencia de algunos de ellos. Y precisamente porque los europeos sabemos bien hasta qué punto -cultural, estética y moralmente- el humanismo reinventado en el siglo XV aborrece los furores belicosos, nos conmueve e impresiona el ejemplo italiano. De pronto, sin desaliento, pánico ni recriminación, un pueblo en lágrimas, pero digno y recogido, se eleva a la altura del deber. Ha comprendido que sus carabinieri han sido asesinados en una tierra lejana porque Italia ha enseñado a Europa el arte y la dulzura de vivir juntos en una sociedad civil, escapando a la ley despótica y el chantaje terrorista. Para reconstruir Irak e instaurar un mínimo de democracia, hay que garantizar a los ciudadanos un nivel elemental de seguridad. Los carabinieri han muerto por la paz, y toda Italia parece haberlo entendido. Resiste. No se doblega ante los asesinos. No retira a sus hombres. Italia está por delante de otros países, entre ellos el mío, Francia, tan dispuesto a dar lecciones a los vecinos. Cuando en Bagdad saltaron por los aires las sedes de la ONU y de la Cruz Roja, Ginebra denunció -y con razón- un 11 de septiembre de Naciones Unidas y las ONG.
Los atentados siempre tienen como objetivo la población civil, porque golpean a todos los que acuden en su ayuda. Las primeras víctimas de los terroristas iraquíes son los iraquíes. Sabotear los conductos para quitar el agua a los niños y abatir a los guardianes de una frágil seguridad significa aterrorizar a la gente corriente. Alessandro Carrisi, el más joven de los carabinieri, "hizo cosas maravillosas por los niños iraquíes", dice su hermana. Ha sido asesinado. Expulsar a "los extranjeros" es intentar restablecer el dominio de los más crueles. ¿Abandonará Europa a todo un pueblo a la ley de las bombas humanas? Italia dice que no. No quiere que sus hijos hayan muerto en vano. Pero, en nuestro Viejo Continente, parece bastante sola. El instante sublime en el que una nación conmemora a los mejores de entre los suyos desaparecerá, y las disputas propias de las buenas democracias retomarán su curso. Pero no olvidemos que el sacrificio de los militares italianos se hace oir más allá de las fronteras y habla a todos aquellos, cristianos o musulmanes, judíos o ateos, que se atreven a mirar al terrorismo de arriba abajo, en la verdad cruel de su obscenidad y su ferocidad. No, vuestros soldados no han muerto en vano. Han formado una barrera contra una barbarie nihilista dotada de una fuerza devastadora que en Manhattan se reveló tan terrible en potencia como el arma nuclear. "Que se corte la electricidad y se abandone el petróleo en los pozos. Que la vida civil se detenga. Al final, la ocupación fracasará": así describió Joseph Samaha hace dos meses (en el libanés As
Safir) la "mentalidad de la destrucción" que golpeó en Nasiriya. Diecinueve de los vuestros han caído en el campo de la libertad. No, Italia no está sola. Está delante, de pie.
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