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Por una cultura de la derrota

Rafael Rojas

El historiador Wolfgang Schivelbusch ha dedicado su último libro (The culture of defeat. On national trauma, mourning and recovery) al estudio de tres grandes derrotas de la historia moderna. Los casos del sur de Estados Unidos tras la Guerra de Secesión, de Francia luego de la guerra franco-prusiana de 1871 y de Alemania después de la Primera Guerra Mundial son ilustrativos, según este erudito alemán, de un curioso proceso simbólico que permite a las naciones perdedoras sublimar la derrota militar por medio de una cultura de la singularidad o la superioridad espiritual. El perdedor, al decir de Schivelbusch, reacciona al trauma con un ejército de mitos: mitos tan poderosos y providenciales como los que le impone su propio vencedor. En algunos casos, como la Francia finisecular o la Alemania de entreguerras, esos mitos se traducen en un revanchismo militar que lo mismo aspira a la reconquista de Alsacia y Lorena que a la humillación de toda Europa.

El enfoque de Schivelbusch podría trasladarse con provecho a otras experiencias de derrota militar. Por ejemplo, México en 1847, España en 1898 o Alemania, Italia y Japón en 1945. Lo valioso de estos casos es que, al igual que en el sur de Estados Unidos, la cultura de la derrota carece del frenesí de la revancha militar y se manifiesta, sobre todo, en una redefinición intelectual y política del tamaño y la identidad del derrotado. Después de la pérdida de más de la mitad del territorio virreinal de la Nueva España, las élites mexicanas afianzaron su nacionalismo y propiciaron una política exterior de contrapesos entre Europa y Estados Unidos. En el trasfondo histórico de una buena parte de la literatura y la política españolas, entre Alfonso XIII y Franco, está el trauma del "desastre" del 98. Pero, a diferencia de aquella España, un imperio venido a menos que intentó restituir su grandeza a través de la lengua, la diplomacia, la guerra en Marruecos y la dictadura, los tres grandes perdedores del siglo XX, Alemania, Italia y Japón, países con una larga tradición imperial, optaron por una democracia retraída, celosa de cualquier rearme del orgullo nacional.

¿Cómo acercarnos a la historia de Cuba desde una filosofía de la derrota? Lo primero que salta a la vista, en el caso de esta pequeña nación caribeña, es el contraste entre una ideología nacionalista, aferrada a símbolos heroicos de grandeza militar, y una historia colonial, republicana y revolucionaria desprovista de importantes confrontaciones internacionales en las que Cuba haya sido parte y no simple escenario de algún conflicto. Tres grandes enfrentamientos imperiales han tenido lugar en esa isla: el de 1762, entre Gran Bretaña y España, ya al final de la Guerra de los Siete Años, cuando La Habana fue ocupada durante un año por los ingleses y devuelta a cambio de la Florida; el de 1898, entre España y Estados Unidos, que derivó en una intervención norteamericana de cuatro años y el surgimiento de una república semisoberana, y el de octubre de 1962, entre la Unión Soviética y Estados Unidos, provocado por la instalación de misiles soviéticos en la isla y que no llegó al estallido de una guerra nuclear, como deseaba Fidel Castro, gracias al pacto Kennedy-Jruschov.

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En el primero, la participación militar de los cubanos se limitó a una docena de criollos que pelearon al lado de España, por lealtad a Carlos III, y que fueron derrotados. En el segundo, el Ejército Libertador, encabezado por Máximo Gómez, Calixto García y Bartolomé Masó, compartió la victoria con las tropas de Wheeler, Shafter, Lee y Roosevelt, sin cuyo auxilio el conflicto se habría mantenido en un empate similar al de la Guerra de los Diez Años. En el tercero, la intervención de los cubanos puede reducirse a un evento: el derribo de un U2 norteamericano por órdenes directas de Fidel Castro. De manera que, lejos de ser una nación guerrera, acostumbrada a medir fuerzas con rivales vecinos, Cuba ha sido un teatro de operaciones donde los grandes imperios atlánticos se disputan la hegemonía del Caribe. Las guerras de Cuba han sido, pues, guerras anticoloniales como las de 1868 y 1895, guerras raciales como la de 1912 o guerras civiles como las revoluciones antimachadista y antibatistiana. La última guerra civil cubana fue la revolución anticomunista, entre 1960 y 1965, un proceso desconocido por la historiografía contemporánea, en el que unos revolucionarios cubanos vencieron a otros.

La condición subordinada de Cuba en los conflictos internacionales repugna al imaginario mesiánico del nacionalismo cubano, cuyos defensores no se conforman con la funcionalidad geopolítica de la isla y aspiran al protagonismo histórico de una pequeña nación con un gran capital simbólico: ser rival de Estados Unidos. Este malestar en los márgenes estimula la construcción de mitos triunfalistas como aquel que asegura que Estados Unidos intervino en 1898 cuando los cubanos estaban a punto de vencer a España o el que establece que en 1961 las milicias cubanas derrotaron al "imperialismo yanqui" en Playa Girón. La evidencia histórica de que los independentistas cubanos no estaban ganando la guerra a fines de 1897 o de que los 1.500 miembros de la Brigada 2506 carecieron de cobertura aérea y naval de Estados Unidos en Bahía de Cochinos no resulta suficiente para deshacer tales mitos. El eterno reproche a Estados Unidos, por escamoteo de una victoria ficticia, o la invención de un triunfo militar sobre la potencia vecina parecen fantasías de una debilidad y una pequeñez mal asumidas.

En la época revolucionaria, las ansias de gloria militar del nacionalismo cubano alcanzaron su apogeo. Sin embargo, las incursiones de Cuba en las guerrillas latinoamericanas, en los años sesenta y setenta, o en los movimientos descolonizadores africanos, en los años setenta y ochenta, habría que entenderlas como participaciones en guerras civiles ajenas, monitoreadas desde lejos por las grandes potencias de la guerra fría. Las victorias del ejército cubano en Angola, por ejemplo, fueron compartidas con el MPLA y la Unión Soviética y no se verificaron contra el rival histórico de Cuba, Estados Unidos, sino contra la UNITA y Suráfrica. La única vez que el ejército cubano se ha enfrentado directamente con tropas norteamericanas fue durante la invasión de Estados Unidos a Granada, en 1983, cuando el destacamento que encabezaba el coronel Tortoló huyó derrotado, sin que jamás el Gobierno de Fidel Castro lo reconociera públicamente. Sería saludable para el nacionalismo cubano, lo mismo en la isla que en el exilio, desarrollar una cultura de la derrota. Que los vencedores se abstengan de pregonar su victoria y que, a cambio, los perdedores aprendan a reconocer su fracaso. Si este pacto de humildad, este "oficio de perder", como le llama el escritor Lorenzo García Vega, es más o menos válido en una guerra entre adversarios decentes, en política, y sobre todo en una política democrática, es indispensable para garantizar la legitimidad de todos los actores. Como se sabe, los desequilibrios del problema cubano, tanto en La Habana como en Miami, se deben a la perenne confusión entre guerra y política, entre pueblo y Gobierno, entre ciudadanía y poder, entre enemistad y oposición. Cuando esos nudos totalitarios se desaten, el nacionalismo dejará de ser una ideología de Estado e, incluso, una doctrina de régimen, y se convertirá en lo que algún día fue: un conjunto de emociones cívicas.

Rafael Rojas es historiador cubano exiliado en México, codirector de la revista Encuentro.

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