Una ingeniosa y comprometida metáfora sobre los pies de barro del gigante alemán
El alemán Wolfgang Becker, que aquí triunfó hace seis años con su excelente exploración del subsuelo mental y social de Berlín titulado La vida en obras, vuelve a traer una ingeniosa, divertida y comprometida metáfora en clave de comedia.
Good bye Lenin! -donde el cineasta alemán agarra por los cuernos al toro del derrumbe del muro de Berlín y el desmoronamiento y absorción por Alemania Occidental de la Alemania comunista- es una de esas películas que se quedan pegadas a la memoria del tiempo histórico vivido y nada puede expulsarlas de allí, porque están tan finamente engarzadas con acontecimientos inolvidables que al verlas se tiene la impresión de que su desmelenada y enloquecida fabulación es verídica, una especie de disparate de la vida real en el que vislumbramos una carga de verdad de fondo.
Hay gracia de la mejor especie en los personajes que anudan y desanudan la audaz e ingeniosa trama, que tiene una explosiva combinación de sutileza y vitriolo dentro. Una fanática dirigente de la vieja guardia leninista de la RDA es víctima de un accidente y entra en coma el día antes de que Gorbachov anuncie la demolición del muro. Pasan los años y un buen día la señora da indicios de que va a despertarse del largo sueño. El corazón de la dama está muy enfermo, es sumamente frágil, y su hijo tiene fundado temor de que cuando abra los ojos y mire a su alrededor no resistirá el vuelco de los enormes cambios que ha experimentado -para ella en una sola noche- la ciudad. Y el muchacho urde y pone en marcha un gracioso y sorprendente tinglado escénico destinado a hacer creer a la madre durmiente que todo en Alemania sigue igual que cuando a ella se le apagaron las luces.
El desarrollo de esta sagaz y penetrante idea -por debajo de espectaculares modificaciones de su pellejo urbano, hay una terca persistencia subterránea del latido de la vieja Alemania escindida- tiene un desarrollo dramático de esencia cómica, pero con virajes al patetismo perfectamente incrustados que logran una mezcla de contrarios que convierte al filme de Wolfgang Becker, que le proporcionó el Premio Ángel Azul al mejor filme europeo del año, a los sacrílegos códigos del esperpento, de la gran farsa política que anidó en las mejores tradiciones del cine alemán antes de que Hitler las pisoteara.
En el polo contrario, el israelí Amos Gitai trajo Alila, que formalmente se acerca también al modelo de comedia vitriólica rota por severos brotes dramáticos. Pero, lejos de la soltura de Becker, Gitai se encierra en el rígido corsé de su formalismo, que hace dura de ver a una sólida y bien abocetada serie de vidas cruzadas que está pidiendo a voces las alas, el aire y la ligereza que le niega la densidad, cercana a la espesura, del elaboradísimo estilo del gran cineasta de Haifa, que se queda aquí lejos de sus magistrales trabajos documentales y de la gravedad de otras visiones críticas suyas de la vida en Israel como la memorable Kadosh.
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