Adhesión y desistimiento
Analiza el autor los mecanismos utilizados por el nacionalismo para poder presentar como inevitable la necesidad de modificar el modelo de convivencia definido en el Estatuto.
Afortunadamente, no todas las generaciones tienen la desgracia -digo bien, desgracia-, de vivir momentos constituyentes. Las gestas que las civilizaciones convierten en efemérides suelen haber sido, lisa y llanamente, matanzas. La gloria de los pueblos significa casi siempre la desgracia de muchos de sus pobladores, o de sus vecinos, que tanto da.
Hablando de lo nuestro. Podemos considerar una constante el hecho de que previamente a una novación político-institucional de importancia existe siempre un cataclismo social de igual o mayor magnitud. En efecto, del mismo modo en que no podemos imaginar la ONU o la antigua Comunidad Económica Europea sin la Segunda Guerra Mundial, tampoco podemos pensar sobre la transición política española, cuyos principales frutos son para nosotros la Constitución de 1978 y el Estatuto de Autonomía de 1979, sin meditar al tiempo sobre lo que supuso la guerra civil y la larga postguerra autoritaria de 40 años.
La presión favorecerá el desistimiento de los no nacionalistas en aras de la paz o la normalización
En el puesto de mando del nacionalismo alguien se da cuenta de que no aumentan sus adhesiones
Vemos, pues, que así como un cuerpo en el espacio no altera su posición, velocidad o rumbo si algo o alguien no le aplica una fuerza, de esa misma manera las comunidades políticas no alteran su statu quo constitucional sino se produce previamente un impulso, un impulso que siempre es la resultante de dos componentes: la adhesión voluntaria a un proyecto político alternativo y el desistimiento, en mayor o menor medida, de los partidarios del mantenimiento de la situación vigente. Por seguir con el ejemplo español, la transición de los años 70 tuvo lugar merced a una importante adhesión de ciudadanos entusiásticamente demócratas, pero también a un no menor desistimiento expectante de una gran parte de la población (y, no digamos, de casi toda la vieja clase política tardofranquista).
Para que ese desistimiento político se produzca es necesario que la gente tome conciencia de que, sea cual sea el futuro que otros plantean, no puede en ningún caso resultar peor que el presente. Esta sensación desesperada puede llegar a alcanzarse tanto por agotamiento vital del ciclo político (PRI mexicano, tal vez CiU) como por alcanzarse niveles insoportables de estrés social (crispación), tal y como ha ocurrido siempre antes de, por ejemplo, un golpe de Estado exitoso (como el de Pinochet o el mismo Franco).
¿Qué ocurre en Euskadi? A lo largo de los primeros 15 años de autonomía, el PNV siguió una estrategia orientada al incremento de las adhesiones a su política. El propio lehendakari Garaikoetxea solía señalar tras cada confrontación electoral el aumento de sufragios a favor de las propuestas nacionalistas. Al fin y al cabo, no dejaba de ser una alternativa de centro útil para satisfacer a una gran masa de votantes de clase media, a quienes ofrecía una excelente cobertura simbólica para obtener lo máximo al mínimo costo. Dicho sencillamente, convertir en derecho (histórico) las típicas políticas de barrer para casa.
En algún momento esto se quiebra y en el puesto de mando del nacionalismo alguien se da cuenta de que el crecimiento de las adhesiones se ha estancado y de que, incluso, existe la posibilidad de una pérdida de la hegemonía política. En tales circunstancias comienza a verse peligrar el propio objetivo estratégico a largo plazo (la independencia), por lo que (todo lo bienintencionadamente que se quiera) se produce una confluencia táctica objetiva entre el nacionalismo democrático y el violento: la opción por el desistimiento ajeno.
En efecto, ETA sabe desde hace muchísimo tiempo que su batalla está perdida en el terreno militar, pero imagina que aún puede obtener una victoria política que legitime a posteriori su activismo terrorista. ETA sabe (y lo dice) que si desapareciera del horizonte el ingrediente amenaza (que afecta a bastantes) y el ingrediente por la paz (que afecta a muchísimos mas), el objetivo independentista no resultaría tan especialmente halagüeño. Así que, piensan, si queremos que los ciudadanos no nacionalistas desistan, es necesario que el terrorismo se perpetúe y que sus efectos (miedo, desconfort) se socialicen lo mas posible (ponencia Oldartzen de Herri Batasuna).
No me atrevería a decir cuáles han de ser las consecuencias que para la estrategia del nacionalismo democrático tiene esta constatación de la realidad de la violencia política (de alta y baja intensidad) pero convendremos en que ha de tener forzosamente alguna. Ante una presencia tan inquietante en la arena política vasca como la de ETA, lo que no resulta aceptable es la decisión voluntarista (¿autista?) de jugar como si ETA no existiera para, seguidamente, presentar nuestros proyectos (objetivamente cercanos a los de la organización terrorista) como "proyectos para la paz".
¿En qué quedamos? Si son "para la paz" es obvio que estamos considerando significativamente a ETA, es decir, que desde luego ETA influye en la construcción de la agenda política en buena medida, algo que no es, en sí mismo, malo ni bueno. En la agenda política entra lo que hay. No es un honor, como entrar el IBEX 35, sino una manifestación de los conflictos presentes en la sociedad.
Por otra parte, el nacionalismo institucional gobernante ha iniciado un proceso propio de búsqueda del desistimiento constitucionalista (al tiempo que de excitación paroxística de sus propias gentes): la deslegitimación (paradójica) del entramado jurídico-político institucional que le permite mantener una poderosa hegemonía. El nacionalismo gobernante emite por todos sus medios (que son muchos) un desasosegante, falso y victimista mensaje sobre los frutos políticos del Estatuto que convencer a la ciudadanía de tres ideas. La primera, que el sistema autonómico ha fracasado (se ha incumplido) en la medida en que su desarrollo no se adapta exactamente a las interpretaciones y postulados del propio PNV.
En segundo lugar, que es imprescindible (para la paz, para la normalización) llevar a cabo algún tipo de novación constitucional en Euskadi. Algo que debe ser considerado como formalmente legítimo, en cuanto que
puso proceso democrático independiente de su silenciada finalidad.
La tercera ideas es que tal novación sólo puede tener un sentido: el de avanzar en las posiciones del nacionalismo político, presupuesto indispensable para alcanzar algo de tranquilidad, paz o normalización.
Así pues, tenemos ya como elementos generadores de crispación política y social al terrorismo y la kale borroka, por un lado, y al desasosiego victimista por otro. ¿Qué falta? La torpeza. La monumental torpeza de unos poderes públicos del Estado que, con demasiada frecuencia, olvidan el principio de intervención mínima que inspira todo el derecho punitivo (represor de conductas indebidas), para manifestarse de modo exhibicionista, inoportuno, desabrido y, en ocasiones, mal fundado jurídicamente, bajo razonamientos de firmeza y valentía. Firmeza es aguantar estoicamente la demagogia ajena optando una y otra vez por la pedagogía política a largo plazo, antes de arriesgarnos en alardes innecesarios y poco eficaces.
¿Qué mas nos da, a los efectos que comentamos, que la población que se siente (con razón o sin ella) políticamente agredida sea la no nacionalista o la nacionalista? Nada. Lo cierto es que, por ambos caminos aumenta la presión, el estrés social, que favorecerá finalmente el desistimiento de los vascos no nacionalistas en aras de la paz (es decir, cediendo al chantaje terrorista) o en aras de la normalización (cediendo a las pretensiones nacionalistas en general).
Malo es querer algo o a alguien sin verdadero deseo, por compasión. Pero peor aún es hacerlo por resignación o miedo.
Rafael Iturriaga Nieva es profesor asociado del Departamento de Ciencia Política de la UPV y vocal del Tribunal de Cuentas Públicas.
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