Madrid se sale
Una de las tabarras más frecuentes en Madrid, tanto en el discurso oficial, popular, sociológico o de Telemadrid, se basa en la supuesta virtud hospitalaria de Madrid. "Madrid, ciudad abierta", "Madrid, ciudad sin forasteros", "Madrid, ciudad sin atributos". El sin de Madrid puede llevar a pensar que esta urbe es una entidad sin ninguna peculiaridad, un magma sin cabeza, un territorio sin nombre, pero no es exactamente así. En esta localidad hay innumerables signos, desde la danza agarrada hasta el deje, desde la Gran Vía hasta la chulería, que caracterizan a Madrid, tal como le ocurre a cualquier otra villa.
Un estudio todavía inédito de la Fundación Metrópolis pone en claro que los madrileños, más allá de verse reflejados en el Manzanares, la Cibeles o cualquier otra insignia doméstica, se sienten apropiadamente representados por el Real Madrid. No todos, naturalmente, son hinchas del Real Madrid, pero este club ha logrado ser más que el Museo del Prado, El Corte Inglés o el paseo de la Castellana en el catálogo de excelencias. Un Real Madrid hecho superpotencia aglutinante gracias, paradójicamente, a no ser más que un club o trascendencias por el estilo, sino ser un espectáculo galáctico, un producto del capitalismo de ficción.
Un estudio todavía inédito de la Fundación Metrópolis pone en claro que los madrileños, más allá de verse reflejados en el Manzanares o la Cibeles, se sienten representados por el Real Madrid
¿Serán, por tanto, los madrileños sólo copartícipes de una empresa mercantil? ¿Habitantes de una simple burbuja inmobiliaria? No cabe descartarlo por completo. Si Madrid fue la capital de España porque Felipe II eligió una geometría equidistante, sin raíces, ¿por qué no sospechar que a partir de ese artificio su desarrollo haya venido produciéndose dentro de un desarraigo similar? De esa naturaleza fantasmal vienen siendo los nuevos polígonos de actuación urbana (PAU) que hasta un número de 28 están decidiendo la inmediata realidad de Madrid.
Los polígonos de actuación urbana son de una magnitud tan considerable que en pocos años colmatarán los límites del municipio de Madrid y dejarán para los futuros ciudadanos una capital escasamente nominada, expandida en banales edificaciones de ladrillo visto y sobre una extensión sin mayor amenidad que el sobresalto de algunos edificios singulares (MVRD en Sanchinarro, de David Chipperfield) encargados ya a grandes arquitectos internacionales. ¿Es éste el triste destino de Madrid? La pregunta carece de pertinencia porque Madrid, en efecto, carece de destino concreto, y sólo sobrevive y se ensancha como una plataforma flotante donde, al cabo, la especulación decide el rumbo y los vecinos se contemplan entre sí como pasajeros de una escena que crece desbordantemente, en especial durante estos años de gobierno popular.
La violenta explosión de Madrid a lo largo de los últimos 10 o 15 años merece una excursión pagada a lo largo del anillo que describe la M-40 como una grada. Hasta los niños que actualmente son conducidos por los maestros a contemplar los raros prodigios de la ciencia en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia encontrarían peliculero el panorama que se despliega desde allí. Dentro del circo de la M-40 y sus aledaños se contempla un bullicio de peones, camiones, grúas gigantes, arquitectos, maestros de obras, topógrafos y excavadoras que remeda, en ocasiones, los alrededores de Shanghai. Exagero. En Shanghai, a finales del año pasado, trabajaba el 40% de las grúas del mundo; pero en Madrid, actualmente, se hallan en acción, a través de los PAU, más de 150.000 viviendas, y si se llega a la zona entre la N-5 y la N-6, de Navalcarnero a Valdemoro, la hiperactividad evoca las zonas calientes de los entornos del río de la Perla, en el sureste chino. ¿Otro cuento chino? ¿Otra historia de la corrupción?
Obra en marcha
Madrid es actualmente, tras Berlín, la ciudad europea con mayor volumen de obra en marcha. La diferencia es que Berlín se está constituyendo como gran capital europea, diseñada con meditación y de acuerdo a convertirla en centro urbano ejemplar. Madrid, en cambio, está dilatándose a impulsos de una gran reproducción celular patógena y batida por la máxima consigna del negocio rápido.
¿Habrá clientes al fin para toda esa masa de pisos y manzanas, de miles de oficinas y de locales comerciales? La misma interrogación se suscita cuando el turista se encuentra ante la locura de la construcción en China. Aquí, en los entornos de la plaza de Castilla, casi en el centro de la ciudad, la llamada Operación Chamartín comprende, entre su cargada volumetría, la construcción de 14 altas torres con un total de 1,5 millones de metros cuadrados de oficinas. Espacios terciarios que se sumarán enseguida a los otros 400.000 metros cuadrados de oficinas emergiendo de las cuatro enfáticas torres afincadas en la ex ciudad deportiva del Real Madrid, situada a escasa distancia geográfica y a la misma o mayor altura especulativa.
Hace unos meses, en julio, Pasqual Maragall decía en su artículo Madrid se ha ido, secuela del titulado Madrid se va (se va de la liga nacional para jugar en clave galáctica), que mientras menos de un billón de pesetas fue "lo que gastó Barcelona a lo largo de 10 años en torno a los Juegos Olímpicos, incluyendo obras públicas y privadas, estadios, transportes, tendidos de red de fibra óptica, museos, rondas de circunvalación, hoteles, alojamiento de 10.000 atletas y 15.000 acompañantes, etcétera", más de un billón de pesetas significaba la Operación Chamartín y varias más en Alcorcón y otros lugares de la gran metrópoli.
El nuevo aeropuerto de Barajas, que se inaugurará probablemente en 2005, representa hoy la obra civil más importante de Europa. Las instalaciones actuales del Barajas ampliador y recosido aceptan un tráfico máximo de 34 millones de viajeros, pero la que dirigen el arquitecto británico Richard Rogers y el estudio madrileño de Antonio Lamela permitirán el transporte de 70 millones. Una cifra que rebasará los 60 millones del aeropuerto de Heathrow, en Londres, o los 48 millones del Charles de Gaulle, en París. Una superficie para las terminales de 940.000 metros cuadrados, 469 mostradores de facturación, aparcamiento para 20.000 coches.
¿Era preciso hacerlo tan grande y tan costoso? Todavía parece poco. De hecho, alrededor de 2020 este superaeropuerto se considerará insuficiente y ya hay reservados otros millones de metros cuadrados en Campo Real para su sustituto todavía más gigantesco. Madrid se autocalifica como la puerta de Hispanoamérica, y las grandes inversiones en comunicación se dirigen a conseguirlo tanto en lo que se refiere al tráfico aéreo como al terrestre. El tosco criterio de equidistancias que decidió la capitalidad de Madrid es también el que orienta el tendido de los trenes de alta velocidad -"ninguna ciudad española se encontrará alejada de Madrid por un tiempo superior a tres horas"- y, en consecuencia, la macromagnitud de las nuevas estaciones de Chamartín y Atocha.
Muchos de los que aspiran a lograr la candidatura de Madrid para los Juegos Olímpicos de 2012 confían en que esa meta deportiva contribuya a una mejor ordenación urbanística; pero, a lo que se ve, lo decisivo es el tamaño de las construcciones, su impacto político, y no tanto su funcionalidad o su voluntad de orden. Aquí en Madrid, aparcando, habitando, votando, gobierna la ley del caos y la estructura de las catástrofes. Cada partido, como se ha comprobado en la disputa electoral, promete la obra más espectacular, el más grande todavía, y después, durante la legislatura, se obsesiona por acabar deprisa y corriendo en busca de los réditos de la inauguración. ¿Financiación cabal? ¿Gestión apropiada? ¿Quién piensa en ello? La financiación y la gestión pasan a ser asuntos de segunda fila para alcanzar el poder inmediato.
Metro
Ruiz-Gallardón prometió construir 40 kilómetros de metro, pero enseguida se le fue la mano y en dos legislaturas inauguró hasta 114, casi tantos como los existentes en toda la historia de la compañía. ¿Cuidado de las estaciones? ¿Buena calidad en los servicios? Esta parte queda más o menos oculta en la propaganda. Metrosur, que forma un circuito autónomo uniendo a varias poblaciones meridionales, representa en longitud el 20% del trazado total del metro, pero sirve sólo a un 5% de los usuarios. El sur, feudo histórico de la izquierda, se trató de conquistar con el embrujo de las vías.
Una visita a las instalaciones de esa área recién abierta al público pone en contacto directo con el castizo estilo de Madrid. Nada que ver con el metro bilbaíno de Foster y las cosas catalanas dentro o fuera del subsuelo. Los materiales son torpemente baratos; los diseños, ramplones; los pavimentos se agrietan; la señalización perjudica la salud. Igualmente, según ha denunciado el heroico Círculo de Debates Urbanos, club de lucha contra el feísmo local, se registra el caso de varias estaciones donde es obligado esperar más de diez minutos para que aparezca el siguiente tren.
Y no es esto lo más llamativo en asuntos ferroviarios. Un ferrocarril de cercanías puesto en funcionamiento tras una inversión de 14.000 millones de pesetas con destino a San Martín de la Vega transporta una media de 600 pasajeros diarios. ¿Algo ínfimo? Lo grande aquí no sería San Martín de la Vega en sí mismo, sino el parque temático de Warner ubicado en el municipio y ávido de visitas en tren. Entretanto, ni Villaverde ni La Elipa, distritos al centro de Madrid, han logrado que les abran una boca de metro. No se diga ya de los nuevos PAU, gigantes sin vías.
Con todo, la M-30 es sin duda la estrella. Entre unos y otros planes se llevan contabilizadas 550 proposiciones para reformar, reutilizar, reordenar, potenciar, urbanizar la M-30, que, no es necesario decirlo, requerirían una inversión de cientos de millones de euros. Una de las ideas para esta vía de circunvalación consiste en enterrarla parcialmente y el resto hacerlo bulevar con acacias, magnolios y pasos de cebra.
La M-30, cinturón de Madrid, posee una longitud de 34,8 kilómetros y dentro de ella viven 1,1 millones de personas, un número similar a los vecinos de Manhattan. Pero al otro lado de la M-30 se han acumulado ya 3,3 millones de personas, con lo que esa vía de antigua circulación rápida tiende a transfigurarse en avenida. De hecho, sepulta en buena parte el viejo cauce del arroyo del Abroñigal, y su futura conversión en bulevar colmaría la campaña electoral de sus patrocinadores. Los ejemplos del Big Dig en Boston, del Concrete Collar en Birmingham o el Gardiner Expressway en Toronto, que se comportan como una M-30 urbanizada, se enarbolan como espejos para el porvenir.
Trama de carreteras
En conjunto, el alrededor inmediato de Madrid se ha convertido, asombrosamente deprisa, en una filigrana de autopistas, autovías y unos nuevos radiales de peaje. En 1999 se contaba con 405 kilómetros de estos viales, pero el año que viene la red llegará casi a duplicar su longitud: 944 kilómetros. De hecho, una de las fotografías más lucidas del Madrid Superstar no se encuentra ni en la coloreada ampliación de Jean Nouvel para el Reina Sofía, ni en el vasto proyecto de Alvaro Siza sobre el eje Prado-Recoletos o incluso en el supercentro comercial, con pista de nieve artificial, titulado Xanadú, al modo de Ciudadano Kane. La estampa del Madrid del siglo XXI pasa por la compleja trama de carreteras que se enroscan y superponen en torno a la ciudad.
¿Una desproporción? El Gobierno central parece haber asumido desde hace años que en España sólo hay cabida para un hub, un macrocentro de comunicaciones que acaba comprendiéndolo casi todo e incrementando la concentración, a despecho de las incontables dificultades para los que se empadronan.
Barcelona se ha convertido pronto en una ciudad espectáculo cuyo encanto mediterráneo y su escenografía atraen al turismo cada vez más. Por añadidura, Barcelona ha cambiado en parte su histórica naturaleza de ciudad de ferias hacia la urbe-plató donde van a fotografiarse los cientos de cuerpos desnudos de Spencer Tunick, donde se celebran las máximas caceloradas nocturnas contra la guerra de Irak, donde se concentra la Harley-Davidson para celebrar su aniversario, donde se plasma la mayor protesta española antiglobalización. Por su parte, Madrid, cuando nadie lo hubiera dicho, ha adquirido la naturaleza de ciudad económica con las dos terceras partes de su empleo situado en el sector servicios: en publicidad, telecomunicaciones, software, consultoría, servicios financieros, etcétera.
Entre los centros del turismo de negocios, Madrid ocupa el segundo lugar europeo después de Londres y se ha alzado recientemente hasta el tercer lugar con la atracción de mayor número de multinacionales, tras Londres y París. La comunidad es hoy la primera potencia española en PIB, antes que Navarra, País Vasco y Cataluña, y la máxima contribuidora neta a la nación, con 1,1 billones de pesetas.
Como consecuencia o como deficiencia, en Madrid, por momentos, no hay quien viva. Cada día entran en la ciudad 600.000 coches que, juntos, ocuparían una superficie equivalente a todo el centro de la ciudad. Ni hay aparcamientos para ellos, ni consuelo para los peatones. A los casi cinco millones que viven asiduamente en la capital se añaden decenas de miles de estudiantes universitarios de otros lugares venidos a las 13 universidades (seis públicas y siete privadas) y los cientos de miles de visitantes que tienen por destino Madrid o, a la vez, cualquiera de las siete ciudades cercanas (Salamanca, Segovia, Ávila, El Escorial, Alcalá de Henares, Toledo, Aranjuez y Cuenca) declaradas patrimonio de la humanidad.
La murga de la ciudad abierta
¿Vivir en Madrid? De nuevo vuelve la murga de la ciudad abierta. Aparte de las gentes de siempre, el 10% de la población actual está compuesto de emigración extranjera, especialmente ecuatorianos, pero también senegaleses, y con ella se ha alterado el aspecto de los barrios, el carácter de algunas fiestas y el inevitable olor y sabor de algunos establecimientos, pero no la marca de la casa; la marca madrileña de la casa que en La Casa Encendida, sede cultural que patrocina Caja Madrid, se muestra claramente. Mientras Caixa Forum, propiedad de La Caixa, es un espacio aseado y minucioso en la arquitectura interior, La Casa Encendida despide ambiente de corrala, indiferente a la suciedad y el desdoro.
Este mal madrileño, incompatible con el respeto popular, se repite una y otra vez a medida que se acomete el embellecimiento de barrios y zonas peatonales, se sustituye el mobiliario urbano o se trata de adecentar los paseos. Cada vez que en el Madrid de Manzano se ha emprendido una reforma para ser más finos ha terminado por desesperar al responsable. De otra parte, el ciudadano sin coche importa poco. En Madrid hay unos 100 kilómetros de carril bici. Pocos si se comparan con los 500 de París o los 1.085 de Berlín, pero además sólo pueden recorrerse a saltos: desmontando del sillín y cargando con la bicicleta.
Tiempo de semáforos
El menosprecio por el peatón llega a tal grado que, según los directores del Círculo de Debates Urbanos, ha ido recortándose el tiempo de los semáforos en verde, y los viandantes se ven conminados a esprintar en cada cruce. El coche, por el contrario, viene a ser tan mimado que en la misma María de Molina se ha excavado para su servicio el mayor túnel urbano de Europa, y algo parecido ocurre en Santa María de la Cabeza y en el próximo de Cuatro Caminos.
Curiosamente, Alberto Ruiz-Gallardón, que se ocupó tanto del transporte público siendo presidente de la comunidad, tiende ahora a favorecer la entrada del coche por el centro o se niega a cualquier medida restrictiva. La inconsistencia, la ligereza, sin embargo, no es patrimonio de uno solo, aun siendo alcalde. La "urbe sin atributos", que emplea Fernández Galiano para calificar a esta capital, resulta, de un lado, una gran ventaja para la ingravidez. Sin el peso de los atributos es más fácil volar, hacer de todo por el aire, imaginar cualquier cosa, prometer la luna.
Pero además, de otro lado, el ser sin atributos no es ni macho ni hembra, ni la patria ni la matriz. Es el tipo intersexual que pregona el último premio Pulitzer, Jeffrey Eugenides, en Middlessex. Poseer mucho sexo, igual en nuestros días conlleva fijación, crucifixión, mientras Madrid, extensa, ruidosa, múltiple, exorbitada, es la encarnación de la catástrofe en acción. Un fracaso como urbe y, simultáneamente, un apetitoso bocado político donde es posible hacer casi cualquier cosa sin que se amotinen los vecinos; sin que se pierdan las ganas de salir de noche, de embotellarse en las salidas de los fines de semana o de ver, desde luego, los partidos imaginariamente aglutinantes del nuevo Real Madrid. O incluso, si se quiere, del irredimible Atlético.
¿Son, pues, como niños los madrileños? Son, a fuerza de decepción, ciudadanos simplificados, vecinos sin argumentos, críticos despojados de grandes esperanzas. Repensar a estas alturas Madrid como ciudad coherente es simplemente un nuevo delirio. Ya en las primeras elecciones democráticas al municipio, Ramón Tamames decía en su campaña: "Madrid tiene solución". Lo decía justamente porque sabía que ese lema contenía una promesa insuperable por cualquier adversario. Madrid era irresoluble, y él se presentaba como el taumaturgo capaz de deshacer el gafe. Pese a tanta astucia política, sin embargo, no le eligieron para alcalde. El electorado sabía todavía más. Sencillamente porque en su gran mayoría había aprendido, como modo de vida, la cohabitación con la catástrofe.
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