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Columna
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El poder del poder en la prensa

Quiero creerme a Pasqual. De hecho, estoy dispuesta a creerme a todos los candidatos que me van a prometer, en estas elecciones, una rigurosa pulcritud en la defensa de la libertad informativa. El jueves lo hacía Maragall en un acto ante más de 200 periodistas, un acto valiente en las formas y -si fuera cierto lo prometido- también valiente en el fondo. Es probable que en los próximos días el resto de candidatos haga sus guiños, más o menos comprometidos, con la cuestión, aunque algunos podrían ahorrárselo dada su notoria falta de credibilidad. ¿Me refiero al PP? Ciertamente, diría que el PP está bien situado en la lista de los creíbles cero coma cero... Pero es igual. Hasta el PP podría prometernos el oro y el moro informativo, estos días de promesas virtuales, y lo escucharíamos con la paciencia bíblica que vamos construyendo a fuerza de desengaños. La libertad y la independencia informativas son tan importantes que, una y otra vez, tenemos que cogernos a las promesas como si fueran un clavo ardiendo, aun a riesgo de quemarnos en cada campaña electoral. "Uno de los tres pilares de la democracia", recordaba el jueves el maestro Cuní. "Un fundamento de la libertad", reitera el gran López Burniol. "La libertad misma", creo que dijo el hombre bueno que se nos llevó de golpe, brutalmente, esa gran cabrona que es la muerte, nuestro Manolo. Vamos, pues, a creerles. Y dado el rigor del compromiso de Maragall, vamos a creerte, Pasqual, obligados como estamos a creernos que algún día, en este país, se tomarán en serio las cosas serias.

Pero como las promesas no son actos de fe y creer en política no significa jubilarse de preguntar, me veo en la obligación moral de plantear algunas cuestiones impertinentes, especialmente dirigidas a los partidos de izquierda. ¿Por qué a los de izquierdas? Porque son los míos, porque tienen una obligación histórica con la regeneración democrática, porque a los de derechas ya no me los creo ni harta de vodka -yo que soy abstemia-, y porque, a pesar de todo, aún compartimos algunas convicciones notables y transformadoras. La primera cuestión, pues, la planteo con perspectiva histórica. Si realmente estamos a punto de vivir una etapa de regeneración democrática, y si por ahí va el núcleo de la promesa electoral de la izquierda, ¿ello significa hacer las paces críticas con el pasado reciente?

Me explico. Todos sabemos que en este pecado de la manipulación informativa ningún partido está libre de culpa, y nadie puede tirar piedras a la cabeza del otro. El partido socialista tiene razón en su enfado monumental con la manipulación convergente, pero su biografía está repleta de presiones, decisiones a dedo, manipulaciones y sectarismos varios. Unos por otros, la casa informativa catalana (y española) está sin barrer o, diría peor, está realmente sucia, la suciedad de una cultura democrática aún menor, aún infantil, en muchos aspectos, aún poco sólida. No recordaré, por pudor, algunos escándalos sonoros de la época en que Alfonso Guerra resolvía cuestiones mediáticas desde el despacho del otro poder, el poder que él había creado dentro del poder. Ni recordaremos cuestiones más cercanas... Si hablamos de los otros dos partidos de la izquierda, sin tal biografía pero también sin tal poder, tampoco podemos hacer un buen retrato. Intentos de veto (conozco en propia carne alguna divertida situación), jefes de prensa con master en comisariado político, sectarismo bien poco progresista, y una gran familia de directores de programas múltiples, especialmente jefes de política y conductores de informativos, que están hasta el moño de aguantar según qué presiones, según qué impertinencias. Si algunas paredes hablaran... ¿Qué intento con este recordatorio? No se trata de sacar los colores a la izquierda -a veces tan reaccionaria como la derecha, como bien sabe el amigo Vázquez Rial-, sino de sentar las bases de la regeneración: la nueva cultura mediática, queridos míos de la izquierda, tiene que empezar por uno mismo. De poco van a servir las promesas electorales si siguen en pie los viejos tics, las viejas maneras, el viejo abuso, la vieja tendencia a creer que lo bueno es lo propio y que, por tanto, presionar, tergiversar, prohibir o manipular desde lo propio es moral. El pasado está ahí, con su pesada carga, y sólo asumiendo críticamente los errores del pasado, vamos a ser creíbles en el futuro. Pero repito: habrá que cambiar la cultura de fondo que subyace en el interior mismo de la izquierda, tan parecida a la derecha cuando se pone reaccionaria.

La segunda cuestión, ya de futuro, tiene que ver con el grueso de resistencia que están dispuestos a demostrar nuestros amigos si llegan al poder. La libertad informativa es un puntal democrático, ciertamente, pero también es incómoda, cáustica, hiriente, sin duda erosionadora. Hay que ser un político de mucha categoría moral, y de mucha resistencia psicológica, para asumir la grandeza y... la servidumbre de la libertad informativa. Realmente, ¿estamos en ello? ¿Es Pasqual Maragall el hombre que va a crear esa nueva situación y, sobre todo, la va a aguantar? ¿Cortará los flujos de presión, las servidumbres económicas -campañas publicitarias incluidas-, las listas negras, la cómoda alegría de la promiscuidad entre la prensa y el poder? ¿Estás dispuesto, Pasqual, a someterte a la transparencia y al rigor a que obliga la libertad informativa? Lo pregunto porque ahí está la médula de lo que hablamos, y por ahí se nos escapan siempre las esperanzas. No se trata de cuántos minutos de gloria tendremos en TV-3, ni de quién pondrá al director de la Corpo, ni tan sólo de la línea informativa. Se trata de asumir el reto democrático de la libertad informativa, de comprometerse con su servidumbre -a costa de una mayor resistencia- y, sobre todo, de cambiar de cultura de fondo. Mi querido Pasqual y amigos varios: quiero creerme lo que me prometéis. Pero ello no es importante. Lo único importante es saber si os lo creéis vosotros.

Pilar Rahola es periodista y escritora. rahola@vodafone.es

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