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Columna
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Palomares

José Luis Ferris

La revista The sciencie of the total environment nos acaba de proporcionar la clave de un fenómeno humano de difícil comprensión para muchos. Les hablo de una especie de nuestro género que es capaz de sobrevivir a los regímenes políticos, a múltiples carteras ministeriales, a los embates de la modernidad y, sobre todo, al tiempo, esa implacable máquina que aniquila cuanto le sale al paso. Hasta esta misma semana, en la que ha caído en mis manos el informe publicado por científicos de la Universidad Autónoma de Barcelona acerca de los isótopos radiactivos del plutonio y el americio, no hallaba explicación alguna a ese personaje duracel de la política nacional llamado Manuel Fraga Iribarne. Y no me refiero a sus espléndidos ochenta y un años y todos los que tengan que venir mientras el físico resista. Me ciño a la templanza y al espíritu que todavía le mantienen en primera línea de fuego, presidiendo la Xunta de Galicia y soportando, como el Papa de Roma, inclemencias seniles de toda índole.

Todo ocurrió un 17 de enero de 1966. En esa fecha, el choque de dos aviones americanos sobre la costa del pueblo almeriense de Palomares provocó la caída de cuatro bombas que sembraron el pánico entre los lugareños y una contaminación residual que aún perdura. Para tranquilizar los ánimos, el campeador de Vilalba, puro nervio y pura trisca, se plantó en la misma playa de Garrucha, se enfundó un bañador de cuello vuelto sobre la panza ministerial y se zambulló en las aguas doradas de plutonio para dar ejemplo. La imagen del héroe fue vista en el Nodo de todos los cines del país y aún se proyecta en la sesión continua de nuestra memoria. Pero lo curioso del caso es que, tal y como afirma el informe de los expertos, las concentraciones radiactivas estaban allí, a 50 metros de profundidad, y aún siguen emitiendo un contenido nuclear entre cinco y veinte veces superior al del resto del litoral mediterráneo. Conclusión: sólo una radiación de ese calibre podía generar el zooplacton que mantiene firme a un Pelayo de nuestra historia que no necesita tirantes para seguir tirando de sí mismo años y más años. El Interminable Terminator dura, y dura, y dura...

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