Manolo
Debió de ser durante aquella época muerta, los años sesenta en Barcelona, un tiempo congelado, un año que duró más de una década. Nada sucedía, nada podía suceder, la resignación había bebido ya toda la sangre de los heroicos años cincuenta y un cadáver con aspecto bastante apersonado, la sociedad civil, hacía negocios fabulosos o por lo menos se compraba un piso. Los antiguos obreros iban convirtiéndose en pequeño burgueses, sus rasgos se dulcificaban y perdían los angulosos pómulos siberianos, la loción de afeitado tomaba el lugar del olor a pólvora y los Seat 600 sustituían a Kropotkin, Stalin y Mao Zedong como motor de la historia. La lucha de clases se encaminaba a su fatal disolución simbólica en una quiniela de fútbol.
Gimferrer me convocó a una reunión en casa de Castellet. Una antología de poesía, en tiempos exangües, puede convertirse en una aventura y dar sentido a la existencia, incluso cuando tienes veinte años. Pero lo emocionante de aquella convocatoria no consistía en repasar manuscritos, releer poetas, actuar con la discrecionalidad del César metiendo a uno y sacando a otro del Olimpo, sino en el anuncio de que también acudiría Vázquez Montalbán. Que un conocido revolucionario, temido columnista de la resistencia, personalidad de la izquierda radical, se interesara por una antología de poesía escrita por jovencillos puede orientar a más de uno sobre lo que hemos perdido.
Yo estaba emocionado -le había leído todo lo publicado y seguía sus artículos de Triunfo como ya nunca he podido leer a ningún periodista- y creo que también lo estaba Gimferrer. Castellet no: le conocía suficientemente y se limitaba a decirnos con gesto entre paternal e impaciente que no nos preocupáramos, que era muy buena persona. No nos preocupaba que fuera mala persona, incluso lo habríamos preferido. Nos preocupaba que nuestra frívola metodología poética para la selección de los antologados ("éste es como Pound, pero no sabe chino", etcétera) fuera sustituida de inmediato por un discurso sobre la propiedad de los medios de producción.
Llegó Vázquez Montalbán. Saludó con un breve golpe de cabeza casi imperceptible, se sentó en el sofá con los codos apoyados sobre las rodillas y las manos cruzadas. Nos miró de hito en hito, muy serio, y dijo: "La poesía es un arma cargada de futuro". Guardó un silencio expectante. Estábamos helados. Y entonces se le escapó la risa. "Ya la he fastidiado, anda, José María, saca el whisky". No dejamos de reír en toda la tarde.
Desde aquel día en que Vázquez Montalbán se convirtió para mí en Manolo, no he dejado de reírme con él cada vez que nos hemos encontrado. El futuro sólo merece una carcajada. Uno comparte el mejor futuro con aquellos que son capaces de reírse del futuro. Durante toda su vida, Manolo se ha reído del futuro. Ahora el futuro le ha atrapado, pero ha tenido que ir a buscarlo hasta un aeropuerto de Bangkok. No era presa fácil. Ya se le había escapado varias veces, pero en su corazón maltrecho, en las retorcidas arterias, entre las válvulas y los marcapasos, resonaba constantemente la risa de quien tiene una esperanza más honda, más sólida, que la que puede ofrecer el futuro.
La risa sólo suena en el presente. Manolo era la viva encarnación de quien sabe que no debe sacrificarse nada por esa insustancial, teológica, bancaria y corrupta falsedad que es el futuro. Por eso escribía poesía, y por eso aquel día no dejamos de reírnos ni un minuto.
Babelia
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