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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cuarto de siglo

Hace un cuarto de siglo, una fumata blanca anunciaba la elección de un nuevo Papa. Era el 264º pontífice de la Iglesia de Roma y asumía el nombre de Juan Pablo II. Aquel hecho iba a tener unas repercusiones entonces difícilmente imaginables. Ni sus más radicales detractores niegan hoy, 25 años después, el protagonismo que en los cambios históricos producidos desde entonces ha tenido Karol Wojtyla, cuya vida parece a punto de extinguirse tras uno de los papados más largos de la historia.

En aquel otoño de 1978, el mundo estaba dividido en dos bloques. Leonid Bréznev mandaba firmemente en el Kremlin y en media Europa, hasta el Elba, incluido medio Berlín. El telón de acero era, según convicción generalizada, un hecho irreversible. En España, la historia se había puesto en movimiento y sus ciudadanos se aprestaban a votar en reféndum su Constitución democrática.

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La fumata blanca que anunció la elección de un cardenal de la Europa comunista como cabeza de la Iglesia de Roma fue el principio del fin de la resignación ante la división de Europa. No había cumplido un año como Papa cuando Juan Pablo II realizó su primer viaje a Polonia, donde el catolicismo era el principal elemento de integración nacional frente al comunismo. De aquel viaje al desmoronamiento del muro de Berlín, en 1989, se puede establecer un arco que supone uno de los más fascinantes procesos históricos habidos, imposible de explicar sin el papel jugado por Juan Pablo II.

El balance de su papado en el seno de la Iglesia es mucho más cuestionable que su capacidad como estratega y aliado de Occidente para acabar con el comunismo. La independencia de criterio de Wojtyla no está en duda. Ha censurado a EE UU, incluso con virulencia, también respecto a la guerra en Irak. Es un Papa muy popular en un mundo que ha cruzado en su permanente peregrinar, y, sin embargo, cuestionado por muchos miembros de la Iglesia católica. Al espectacular progreso conseguido en materia de libertad religiosa en Europa Oriental no le han correspondido avances equivalentes en otros problemas que se le plantean a la Iglesia católica.

El rigorismo moral de que hace gala ha alienado a creyentes en todo el mundo. Desde su resistencia a la revisión del papel marginal de la mujer en la Iglesia a su permanente batalla contra los anticonceptivos, sus muy discutibles criterios para beatificaciones o su forma de reprimir a teólogos discrepantes, Juan Pablo II ha reimpuesto unas formas conservadoras que muchos consideran contrarias al espíritu que alumbró con Juan XXIII en el Concilio Vaticano II. Los problemas se acumulan y agravan dentro de la Iglesia, sin que el Papa que tanto éxito tuvo en el avance de la libertad en el mundo haya sabido afrontarlos con algo que no fuera repliegue dogmático.

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