"Escribir fantasía es ser subcontratista de Dios", afirma John Crowley
El autor publica 'Traduciendo el cielo', una bella novela sobre la guerra fría y la poesía
El novelista estadounidense John Crowley (Presque Island, Maine, 1942) es uno de los grandes nombres de la narrativa fantástica moderna, incluido por Harold Bloom en su célebre canon de la literatura. Autor de varias obras que son colosales monumentos a la imaginación y en las que revisita mitos como el de las hadas o los ángeles con la profundidad y la poesía de un John Dee o un Swedenborg, Crowley ha viajado a Barcelona para presentar su última novela, Traduciendo el cielo (Minotauro), una bella historia en la que se entrecruzan la guerra fría y la poesía. "Escribir fantasía es ser subcontratista de Dios", afirma.
Con obras como Pequeño, grande, Aegypto o Magna obra del tiempo, en las que explora reinos mágicos ocultos, realidades alternativas y a la vez los sentimientos humanos, Crowley, en cuyas cultas fantasías se aprecia una calidad dickensiana, se ha elevado a la condición de clásico indispensable del género. Su nueva novela es aparentemente una historia sin dimensión sobrenatural, a no ser que se interprete -Crowley deja abierta la posibilidad- que el personaje central, Innokenti Falin, un misterioso poeta exiliado en EE UU durante lo más crudo de la guerra fría y del que se enamora la joven protagonista del relato, es en realidad un ángel perdido que encarna el alma de la nación rusa.
"Muchos lectores la han leído como una novela realista, y a mí me gusta que quede sin decidir si existe o no el elemento fantástico", explica Crowley, un hombre de aspecto agradable y tranquilo pero de mirada sorprendentemente intensa. "La idea de que hay otras realidades posibles, paralelas, e historias ocultas, secretas, es un tema constante en todos mis libros", señala el escritor, que en Pequeño, grande describe un evanescente país de las hadas situado dentro del real, y en Aegypto otro en el que rigen las leyes de la magia y la tradición hermética. "Crecí en un entorno católico, y en EE UU, de mayoría protestante, eso te impregna del sentimiento de tener algo oculto. Quizá eso explique de manera freudiana mi fijación con el tema", apunta con una sonrisa.
Las historias de Crowley producen una sensación, entre deliciosa e inquietante, de extrañeza. De ellas emana esa calidad numinosa, de perturbadora sacralidad, de la que hablaba Rudolf Otto. "No creo en ninguna potencia sobrenatural; de hecho, me parece que queremos llenar el mundo de más cosas de las que hay, pero me gusta la conmoción, la excitación, la delicia, el goce y también el miedo que provoca esa creencia; en mis libros soy capaz de crear de manera muy realista esos mundos y seres de naturaleza oculta. Tolkien decía que Dios creó el universo y el escritor crea universos, así que de alguna manera somos subcontratistas de Dios".
Las maravillosas realidades alternativas de Crowley carecen de la faceta psicopatológica de las de otros maestros como Ballard o Philip K. Dick. "Sí, pero eso no quiere decir que sean inocuas. Hay diferentes formas de lo fantástico, y yo cuando recurro a las hadas, por ejemplo, las despojo de su sentimentalismo victoriano para devolverles su capacidad de perturbar: son mucho más inhumanas. También los ángeles. Lo interesante de esos poderes es que pueden ser esperanzadores pero también terroríficos". En una época en la que no paran de aparecer nuevas encarnaciones de lo fantástico, Crowley recupera las antiguas. "Las viejas formas son poderosas, pero siempre tienen que ir cargadas de sentido. Me identifico mucho con lo que hicieron en sus relatos Arthur Machen o Borges. Podemos tener nuevos monstruos pero en el fondo el temor que nos inspiran es el mismo de los golems".
Crowley prepara una novela sobre una supuesta obra perdida de Byron y ha acabado el cuarto libro de la serie de Aegypto, que se titulará Cosas interminables.
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