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Columna
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Por la inmensa minoría

Hace unos años, un grupo de mujeres y de hombres del mundo de la cultura, apoyados en la voluntad política de la Generalitat valenciana, decidimos iniciar una singladura cultural con un propósito común: refundar la acción de la cultura desde la ambición de eminencia de las Artes. Este propósito partía de una constatación: la democratización de la cultura, paradigma de las políticas culturales de los años del milagro económico europeo -décadas de los cincuenta, sesenta y setenta-, que había facilitado el acceso cultural a segmentos cada vez más amplios de la población, acabó generando, en los años ochenta y noventa, un nuevo proceso de desigualdad, produciendo una fractura estético-artística entre la mayoría de los artísticamente pobres y el reducto de los artísticamente ricos. El descubrimiento de que los productos y los procesos culturales, como todos los otros objetos de la realidad contemporánea, eran objetos económicos y componentes del mercado -"economía y cultura un mismo combate" que proclamara Jack Lang- supuso la consagración de las industrias de la cultura y con ellas de la masificación de los eventos y de las prácticas de la cultura, que aspiraron a la macrodimensión, a contarse en millones de usuarios y de dólares. Lo que tenía que traducirse y se tradujo en su banalización y en una uniformización que tuvo cada vez raseros más bajos.

A esto se agregó la adicción a la televisión de las grandes audiencias, con el infantilismo y la chabacanería a que condenaron a sus contenidos. La dominación de la cultura industrial y mediática de masa se convirtió así en imparable y nos instaló en el reino de la insignificancia cultural. Por una parte, una mayoría cautiva del televisor, ciudadanamente anestesiada y culturalmente envilecida por su bazofia televisiva cotidiana cuyo único destino parecía ser el consumo al dictado; y por otra, una minoría cada día más amenazada pero también más convencida de que la cultura no se consume en masa, sino que se vive como una experiencia propia, en la que el ejercicio cultural lejos de mermar el objeto de cultura lo multiplica, y la práctica, creadora y recreadora, de las artes moviliza la esfera de nuestra vida, acrecienta nuestro mundo personal. Por una parte, pues, los que van a los conciertos, a los festivales, a los teatros, a las exposiciones, a los museos, al cine de autor, los que admiran el patrimonio arquitectónico y disfrutan con el ballet; y por otra, aquellos que no logran salir de su pasividad, que no consiguen arrancarse de la silla frente a la pequeña pantalla, víctimas del márketing y las limitaciones de su formación y de su inexperiencia.

Hace veintitantos años creímos que todo era cuestión de dinero y que si aumentábamos los presupuestos, públicos y privados, de la cultura íbamos a invertir la tendencia. Y aumentamos los presupuestos, sobre todo públicos, pero sin modificar ni enriquecer consistentemente la oferta cultural, que pronto sucumbió a la monótona redundancia del rodillo mediático. La democratización de la cultura se nos quedó muy corta. Hoy además hemos vuelto a las vacas flacas y la financiación pública -estatal, autónomica y local- ha recortado su volumen y lo ha concentrado en algunas gigantescas operaciones de relumbrón y de segura rentabilidad política y económico-urbanística. La demagogia de la política y la voracidad del enriquecimiento nos han instalado en el populismo de la cultura y ahora sólo se procede a golpe de pelotazos culturales. Frente al trabajo en profundidad, frente a los procesos a largo plazo de impregnación continua y lenta, hoy sólo cuenta lo impactante, lo inmediato y efímero. En cuanto a mi querida sociedad civil, la deserción del mecenazgo artístico es patética, ya que lo que se financia es lo supernotorio, lo que constituye una inversión segura en publicidad directa, no en beneficio de lo promovido, sino en aras del promotor, del mecenas.

¿Qué cabe hacer? El Consejo Mundial de las Artes que acaba de constituirse en Valencia aspira, bajo tan ambiciosa denominación, a contribuir a devolver a la cultura, a través de las artes, toda su potencia creadora, estimulando el espíritu de innovación y el descubrimiento, reforzando su condición de argamasa comunitaria mediante su función de vínculo social, reivindicándose como palanca de la excelencia en la masa, como infusora de la calidad en la cantidad. Del Consejo forman parte 44 actores de la cultura -artistas, críticos, académicos, gestores- de los seis grandes sectores artísticos -Arquitectura y Diseño, Música, Artes Plásticas, Danza, Cine y Teatro-, entre ellos Rostropóvich, Sidney Pollack, Beate Furrer, Santiago Calatrava, Gérard Mortier, Barbara Rose, Nacho Duato, Toyo Ito, Francisco Jarauta, Nandini Ghosal, Tomás Llorens, Robert North, Luis de Tavira, Lea Vergine, Alberto Corazón, Nikita Mihalkov, Juan Ángel Vela del Campo, Francesco Dalco, José Luis Borau, Juan Antonio Hormigón, Plácido Domingo. Las dos vicepresidencias han recaído en Irene Papas y Consuelo Ciscar.

Sus principales actividades consisten en institucionalizar y dar carácter permanente al Premio Mundial de las Artes -que hasta ahora ha sido otorgado a Luciano Berio en el año 2000, a Peter Brook en el 2001, a Manuel de Oliveira en el 2002 y que este año ha sido concedido a Pina Bausch- ; en organizar, cada dos años, un encuentro con intelectuales y artistas de todo el mundo que funcione como un espacio de reflexión y debate sobre los problemas actuales de la creación, y en apoyar la Bienal de Valencia. En el umbral de este difícil proyecto, quienes participamos en él hemos apostado a una sola esperanza: esa inmensa minoría que constituía el horizonte permanente del inolvidable Blas de Otero.

José Vidal-Beneyto es presidente del Consejo Mundial de las Artes.

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