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Tribuna:AULA LIBRE
Tribuna
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Ley de calidad y responsabilidad social

Ahora que tenemos la ley de calidad aprobada en espera de los decretos que la desplieguen, parece que han menguado la polémica y el disenso que ha generado. Es natural. La crispación ni es buena compañera, ni resiste mucho tiempo como estrategia de oposición. Pero esta relativa calma, sin duda favorecida por la aparición de muchos otros temas de actualidad más punzante, no debería ser una cortina de humo ante la gravedad de lo que se nos viene encima en materia educativa. Hace unos meses, la Universitat Ramon Llull organizó una jornada de reflexión sobre esta reforma encubierta del sistema educativo en la que participaron, además de Carme Laura Gil, consejera de Educación de la Generalitat de Cataluña, y el ex ministro socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, representantes del mundo universitario, de asociaciones de profesores, sindicatos y patronales. Allí pudimos comprobar que si en algo coincidían los diferentes ponentes respecto a la nueva y discutida ley de educación era en destacar su capacidad para romper en mil pedazos el consenso en materia educativa alcanzado tras muchos años de trabajoso esfuerzo. Un consenso imprescindible, el logrado en la transición y ahora roto, que debería abarcar tanto a partidos políticos y comunidades autónomas como a los diferentes sectores de la sociedad implicados en la educación, y sin el cual difícilmente podrá avanzarse hacia cotas de mayor calidad.

Así las cosas, nos viene a la memoria la impecable justificación que hace Jürgen Habermas de la comunicación como ejercicio de racionalidad, de la orientación del diálogo hacia la búsqueda de la verdad y de la necesidad de avanzar socialmente desde el consenso. Quienes, dedicados a la educación, supimos hace tiempo de su Teoría de la acción comunicativa y hemos ido observando el influjo excepcional de su pensamiento en todas las ciencias humanas, nos alegramos del reciente reconocimiento público de su persona, a la vez que nos sentimos invitados a la perplejidad. En estos tiempos convulsos, en lo que si algo falta es el diálogo, resulta paradójico comprobar cómo tras la unilateralidad con la que el actual gobierno ha desarrollado y aprobado esta ley, se otorga casi simultáneamente el Príncipe de Asturias a quien más ha luchado por el reconocimiento del valor, incluso científico, del acto comunicativo. Pero en nuestra sociedad es perfectamente compatible el discurso de la calidad educativa, incluso la lucha por la intervención y el control de la educación, junto con, por ejemplo, la desidia de los poderes públicos ante la telebasura. Y, en consecuencia, no nos extraña, aunque nos escandalice, la irresponsabilidad de enfrentar a comunidades autonómas y partidos políticos en un tema tan delicado como es el sistema educativo del país. Impera, cada vez más, el pragmatismo como ideología, y el rodillo parlamentario no parece el mejor método para resolver los temas educativos que, se quiera o no, tienen siempre un efecto diferido en el largo plazo.

Ante este panorama oscuro habría que dirigir la mirada a los docentes, por lo general espectadores de excepción, y no por su voluntad, a la vez que agentes sufrientes de esta contienda ideológica-política. Decir que muchos de los actuales docentes en activo pueden llevar en estos momentos de tres a cuatro reformas del sistema a sus espaldas, y que los más jóvenes habrán vivido dos cambios en el sistema, es suficiente. Demasiado ajetreo, demasiado movimiento, para consolidar una verdadera educación de calidad. Enlazo, para encarar el final de mi reflexión, con el pensamiento del universal pedagogo catalán Pere Rosselló (1897-1970). Aunque poco conocido, su vocación europeísta y su trabajo desde la Cátedra de Educación Comparada de Ginebra, y como codirector, junto con Jean Piaget, del Bureau International d'Éducation, son de valor inestimable. En la Teoría de las corrientes educativas, publicada en 1960 pero gestada desde los años treinta, Rosselló ya alertaba de la ineficacia de las reformas educativas como estrategias de mejora de la educación, reconociendo, además, que su impacto podía valorarse en su justa medida transcurridos 50 o 70 años de su aplicación. La experiencia de haber observado la evolución de numerosos sistemas educativos en todo el mundo le llevó a aconsejar como estrategia más conveniente el avance progresivo, basado en certeras evaluaciones y reajustes continuos.

Huelga comentario, aunque el legislador dé la espalda a la pedagogía y siga sin aprender la sabia lección. Por eso, si desde la realidad política no se consigue resolver esta primera necesidad de estabilidad y consenso que precisa la educación en un país, quizá habrá que abogar para que el mundo educativo sí lo haga. Nos guste o no, hay una ley, una ley aprobada que habrá que cumplir, aunque muchos consideremos que supone un paso atrás. Reconstruir el consenso político y cambiar la ley no es ni cosa fácil ni, desde luego, inmediata. Tampoco tenemos la certeza de que en un nuevo escenario eso tenga que pasar, ni debemos, mientras tanto, cruzarnos de brazos. Abogo por no seguir lamentándonos. ¿Por qué no dejar el victimismo autoexculpador, comprensible pero improductivo, para asumir un liderazgo creativo, bien alejado de la insumisión u otras posturas de protesta que entendiéndolas no se justifican en un Estado de derecho?

Los que estamos metidos en el mundo de la educación deberíamos animarnos a construir respuestas a aquellos temas verdaderamente claves para la educación y que la ley ignora. El país está sembrado de experiencias educativas positivas, ejemplares, en la educación de los jóvenes más desfavorecidos, en la integración de emigrantes, en el bilingüismo, en la integración de la escuela en la comunidad, en el desarrollo de las nuevas tecnologías... Tengámoslo presente. La educación en nuestro país está viva y los agentes que, día a día, la hacen posible la convierten en luz y esperanza para muchos. Este tejido social, educativo, tramado de centros, experiencias, profesionales, investigaciones, etcétera, puede y debe asumir un mayor protagonismo. Si la ley, cuando tocaba abordarlos, olvida temas fundamentales como la formación de los profesores, no asegura la todavía pendiente evaluación rigurosa del sistema, da la espalda a toda teoría psicopedagógica mínimamente actualizada, descuida por completo la inmigración, ignora las positivas realidades de buena gestión de centros, no ayuda a mejorar la corresponsabilidad educativa entre centros, ya sean públicos o privados, desprecia el acceso a la sociedad del conocimiento..., ¿quiere decir que nos impide buscar soluciones? Aparecen nuevos, aunque difíciles, retos. ¿Es posible desde el mundo de la educación organizarse en el marco de esta ley y en la dirección de la mejora educativa?

Si universidades, colegios profesionales, agrupaciones sindicales, asociaciones de profesores, de padres, de alumnos, patronales, hiciesen un verdadero pacto por una escuela mejor, ¿habría ley capaz de pararlo? ¿Por qué no podría una sociedad civil madura orientarse hacia el consenso y asegurar una mejor escuela, centrada en sus verdaderas dificultades, a expensas de que en el siglo que empieza el legislador reforme la norma cuantas veces quiera?

Jordi Longás Mayayo es pedagogo y profesor de la Facultat de Ciències de l'Educació Blanquerna de la Universitat Ramon Llull.

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