Culpa y venganza
El que sonríe cuando lee un libro de J. M. Coetzee se equivoca. V. S. Naipaul, ganador del Premio Nobel en 2001, despliega en su obra una amplia variedad de registros literarios, entre ellos la comedia; la leve ironía que suele acompañar la obra de aquellos que escriben en inglés. Coetzee es implacablemente lúgubre. Con ojos siempre despiadados, describe un mundo sin consuelo.
Si hubiera nacido en Australia, donde hace poco se ha exiliado, en vez de Suráfrica, donde no piensa volver a vivir, la historia habría sido diferente. Menos Kafka, quizás, un poco más de Wilde. Australia, un país que decididamente no se toma la vida muy en serio, es definido por muchos de los surafricanos blancos que han huido allí como the land of no worries ("el país del nunca preocuparse"). Vivir en Suráfrica sin preocupaciones sería síntoma de una profunda estupidez. Coetzee es un escritor que posee una genial inteligencia ligada a una agudísima sensibilidad. Si ha ganado el Nobel es porque ha sabido convertir en literatura el horror, la mezquindad, la hipocresía de un país desnaturalizado no sólo por el apartheid sino por tres siglos y medio de ocupación puritana europea.
Refugios y encantos
Suráfrica tiene sus refugios y sus encantos pero Coetzee, que en persona es tan intensamente severo como los narradores de sus libros, ha elegido conectar sus antenas literarias al corazón tenebroso de un país nacido de la violencia. Sus personajes más memorables son surafricanos blancos, siempre terriblemente solos, habitantes de una tierra que les pertenece pero donde sospechan, en el fondo, que no tienen derecho a vivir. Por eso lo que se palpa en las grandes obras surafricanas de Coetzee -más lacerantes y brillantes que las que tienen lugar en Inglaterra, Rusia o Australia- es un claustrofóbico microclima de culpa y venganza. Blancos egoístas y asustados, descendidos de invasores crueles, en un país de negros que sí pertenecen y esperan con silencio y paciencia la oportunidad de recuperar su herencia perdida, de humillar a los que les humillaron.
La pesadilla eterna de la especie a la que pertenece Coetzee fue, es y seguirá siempre siendo la misma. Que en el medio de la noche una mano negra aparecerá de debajo de la cama, les agarrará de la pierna y hará algo con ellos tan inimaginablemente atroz como enteramente merecido. Los blancos surafricanos han intentado contener ese terror recurriendo a la brutalidad, la ceguera moral o la religión, o en muchos casos una mezcla siniestra de las tres. Es ahí donde ha metido Coetzee el ojo, ahí donde ha dado con las llagas que dan dolorosa vida a sus novelas.
Ahora que se ha trasladado a Australia será interesante ver si será capaz de mantener la desoladora intensidad que caracteriza su obra, o si por fin, en el otoño de su carrera, descubrirá en los aires irreverentes de las antípodas motivos para sonreír.
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