Construir la conciencia
Cuando, en los años ochenta, apareció por primera vez un libro de J. M. Coetzee de la mano de Alfaguara (Vida y obra de Michael K.) tuve la impresión de estar ante un novelista de primera categoría que, poco a poco, iría creando en España, en torno a su obra, un selecto grupo de buenos lectores. Por esa razón se publicaron a continuación Foe, Esperando a los bárbaros y En el corazón del país. En aquel entonces, los intereses literarios del señor Coetzee parecían variados: la tremenda realidad surafricana estaba en sus libros (Michael K. o En el corazón del país), pero también hace literatura dentro de la literatura. Como la historia de Susan Barton, una mujer abandonada en una isla del Atlántico donde encuentra a dos hombres, Robinson y Viernes, con los que convive hasta su liberación y que, al regresar a Londres, con Viernes como prueba de su aventura, se encamina a la casa de Daniel Defoe (Foe). O la del Magistrado que ve pasar los años desde su puesto fronterizo en los confines del imperio, en guerra con los bárbaros (Esperando a los bárbaros), que no deja de recordar el escenario de El desierto de los tártaros, aunque es bien distinta en tono e intención.
Cada frase de las novelas de Coetzee tiene la extrañísima virtud de impelir fuertemente a pasar a la próxima
Ahora, J. M. Coetzee ha alcanzado la fama -la gloria la tenía ya para los lectores exigentes- gracias al premio más famoso del mundo; pero lo curioso es que un novelista casi de culto como era él lo reciba cuando, por decirlo de manera coloquial, está de moda; no sólo en el mundo, claro, donde sus premios lo habían aupado considerablemente, sino en España. La decisión de Mondadori de editar su Desgracia fue seguida de nuevo por una apuesta por su obra, lo que quiere decir que cuando Coetzee da con un editor, lo convierte en adicto. La única excepción fue El maestro de Petersburgo, una novela extraña -y, a mi modo de ver, excesiva- que recogía la figura de Dostoievski más o menos disimulada. Editado por Plaza & Janés, no generó confianza, al parecer.
Antes de Desgracia, Coetzee ya se había probado en La edad de hierro, una novela en la que una mujer madura y atacada por el cáncer escribe a su hija, que ha salido del tormento que es Suráfrica. Un día la mujer descubre a un negro refugiado en su cobertizo y por ahí surgirá el encuentro con "el otro lado", en mitad del infierno que es el país. En Desgracia es un hombre el que no entiende lo que está ocurriendo con el país y con su hija -que es ya el "nuevo" país- a medida que las cosas cambian y el apartheid se acaba. Las dos novelas tiene una relación especular, pero ambas asientan lo mejor de Coetzee, lo que estaba en todas sus novelas anteriores, pero que ahora se planta y germina de modo definitivo en su Suráfrica natal.
Desde un principio, Coetzee ha trabajado sobre y desde la conciencia del individuo. Esa conciencia crece en el mundo, en los diversos escenarios que la obligan a plantearse el sentido de su existencia y de su deseo de sobrevivir. Susan Barton, Michael K., el Magistrado, el David de Desgracia, la mujer que escribe a su hija... sólo tratan de encajar en un mundo desencajado sin otra arma que la comprensión de su propia experiencia acuciada por la presión que el mundo ejerce en torno a ellos. El talento de Coetzee logra siempre composiciones y personajes inolvidables. Quizá más realista, más pegado a la tierra -y a su tierra- en la segunda parte de su poderosa obra, el núcleo de trabajo, esa construcción de la conciencia, está presente en todas sus páginas. Foe o Desgracia, tan distintas, poseen la misma tensión, la misma coherencia, el mismo sentido de la supervivencia. Un gran escritor venido de la periferia geográfica del idioma inglés, como V. S. Naipaul o Derek Walcott.
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