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Reportaje:

La épica construcción del Instituto Cervantes de Nueva York

El centro abrirá el día 10 su nueva sede, que ha costado 12 millones de dólares

El Instituto Cervantes quería afirmar su presencia en Nueva York. Desde hacía tiempo sus modestas instalaciones de la Calle 42 no daban abasto. En la primavera de 1999 compró Amster Yard, un edificio histórico en el corazón de Manhattan, un conjunto bucólico de cinco casas bajas y un apacible patio interior. La idea era modernizarlo y adaptarlo a las ambiciones de Madrid: ampliar las aulas, mejorar la biblioteca, crear un espacio artístico y un auditorio. Pero las cosas se complicaron. Lo que empezó siendo un modesto proyecto de rehabilitación se transformó rápidamente en una colosal obra de demolición y reconstrucción que ha costado seis veces más de lo previsto, en total, 12 millones de dólares. La nueva sede abrirá finalmente sus puertas el próximo día 10 con la presencia del Príncipe de Asturias.

El resultado es espectacular, pero el proceso ha sido largo y laborioso. "Creo que no sabían muy bien en lo que se metían. (...) Se enamoraron del sitio, pero no miraron bien lo que había dentro", comenta Álex Herrera, del Comité de Preservación de Edificios Históricos de Nueva York, uno de los dos organismos encargados de controlar la renovación; "ha sido un agujero económico para el Gobierno español, pero tuvimos la suerte de que decidieran quedarse con el proyecto. No sé quién más se habría gastado tanto dinero. Al final, todo ha salido muy bien".

El mayor imprevisto fue sin duda tener que arrasar completamente el conjunto. Las primeras obras desvelaron profundas grietas, vigas corroídas y paredes inservibles. "Todo parecía un decorado, la estructura estaba en muy mal estado", dice Herrera. "Lo que se veía no tenía buen aspecto, pero luego resultó ser peor", reconoce Carlos Jurado, el arquitecto español que ha diseñado la nueva sede.

"Ésta es la primera obra que el Instituto Cervantes emprende desde su creación", subrayó ayer su director en Nueva York, Antonio Garrido, en una presentación a la prensa. "Ha sido un reto, una reconstrucción arqueológica". Pero nadie, al parecer, pudo anticipar la amplitud del trabajo. "No se hizo un peritaje antes de la compra", reconoció Thierry Noyelle, el representante de la propiedad, "pero dudo que de hacerse se hubiera visto el mal estado en que se encontraba la construcción". "Cuando empecé como director en 2000", quiso subrayar Garrido, "no había documento que confirmara que el edificio estaba en ruinas".

Amster Yard, una propiedad protegida desde 1966, era un oasis en un mar de cemento. Se construyó a finales del XIX como parada de postas de la diligencia de Boston y a finales de la Segunda Guerra Mundial fue adquirida por James Amster, decorador de los interiores más refinados de Manhattan, entre ellos el del hotel Waldorf-Astoria, que convirtió las antiguas casas en un centro de encuentro para artistas e intelectuales. Tras su muerte en 1986, Amster Yard inició una progresiva fase de declive que acabó en abandono.

El Cervantes, bajo la dirección de Santiago de Mora Figueroa, marqués de Tamarón, lo descubrió a principios de 1999 y decidió comprarlo, en mayo, por 9 millones de dólares. Ad Hoc MSL, un estudio de arquitectura murciano, que no había realizado ningún proyecto en el extranjero, ganó el concurso para rehabilitar el edificio. El coste iba a ser de dos millones de dólares, pero muy pronto se quedó corto. Finalmente, con el visto bueno de la Comisión del Patrimonio Histórico de la ciudad de Nueva York, el Cervantes decidió destruir completamente el centro en diciembre de 2000 y se comprometió a reconstruirlo en su integridad, ladrillo a ladrillo. La operación, que ya sumaba 10 millones de dólares, causó entonces cierta polémica. Un grupo de conservacionistas consiguió incluso sacar la noticia en las páginas de The New York Times.

El plan de Ad Hoc incluía excavar un auditorio subterráneo relativamente pequeño que finalmente se amplió a 132 plazas. Al ser un edificio protegido había que mantener la estrecha fachada de la Calle 49, por donde sólo cabía una modesta pala mecánica. Gran parte del trabajo tuvo que hacerse manualmente, tallando en el granito de la ciudad, base de tantos rascacielos.

El techo del auditorio se quedó un poco bajo al tener que atender las rígidas consideraciones estéticas de la Comisión para la Preservación de Edificios Históricos, que insistió en incluir un árbol, concretamente un abedul, en el patio interior, basándose en una foto de los años cuarenta. Fue necesario construir un cajón de cemento especial para facilitar el drenaje y aislar las raíces.

Una de las últimas complicaciones de esta laboriosa rehabilitación fue la de recuperar el aspecto del ladrillo de la época. Como se destruyeron los antiguos, se compraron nuevos que parecieran viejos. En total se presentaron a la Comisión cinco modelos fabricados con cinco tipos de argamasa para conseguir su aprobación.

Fachada de la sede del Instituto Cervantes en Nueva York en abril de 1999.
Fachada de la sede del Instituto Cervantes en Nueva York en abril de 1999.INSTITUTO CERVANTES

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