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Columna
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Al final del pueblo

El pueblo español ya no existe. El pueblo vasco, tampoco. Pero algunos profetas llevan largos años haciéndonos creer lo contrario. Para ellos continúa en vigor la unidad de destino en lo universal; la melancolía del atavismo. Son profetas que todavía ignoran que la sociedad moderna la forman los ciudadanos y no las tribus. Cuando los pueblos empezaban a derrumbarse bajo los valores de la libertad, los profetas continuaron mintiéndonos. Tenían las armas para someternos y tenían los libros que escribían los clérigos más locos, los filósofos más enfermos, los narradores de la raza. Y mientras nos mentían, la gente iba muriendo. Decenas y decenas de millones de seres humanos murieron, sólo en Europa por culpa del nacionalsocialismo alemán, de tantos otros fanatismos.

Pero ya digo, las tribus están siendo derrotadas por las sociedades abiertas, laicas y dinámicas. Las tribus sucumben ante la Constitución, la libertad, el mestizaje. En Iberia los pueblos ya no pueden con las sociedades, han perdido esa batalla capital. La manipulación de la cultura o de la etnia sucumben ante la permeabilidad social, ante la buena fe, ante la calle. Tanto es así que en España somos cada día más los que estaríamos dispuestos a dejar de ser españoles si nos consideraran parte del pueblo español, ese cadáver seudorromántico.

Porque el pueblo español empezó a morir hace 191 años, en los artículos luminosos de la Constitución de Cádiz, y ya murió del todo en la vigente Carta Magna de 1978. Murió para que naciera la sociedad española. Fue un parto largo, doloroso, quebrado muchas veces. Ultrajado por metafísicos y totalitarios; por poetas malos de la identidad. Pero ya somos lo que somos: diversos, libres, memoriosos. Negociadores, europeos. Algunos todavía se resisten a esta ciudadanía nueva, a la integración y a la confianza. Contra su vigor y creatividad, contra su complejidad creciente, aparece el espectro del plan Ibarretxe, urdido desde la imposición, el odio, la deslealtad y una escandalosa falsificación histórica. Un plan sin futuro. El clamor de un viejo profeta en una campa.

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