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La protección de las inversiones españolas en el exterior

Varias empresas españolas han presentado demandas arbitrales contra Argentina ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI). Empresarios y políticos españoles han insistido últimamente en reclamar mayor seguridad jurídica y respeto para las inversiones españolas en Latinoamérica. Haciendo memoria, recordamos el desayuno del presidente argentino en la sede de la CEOE o las quejas recibidas por el presidente de la República Dominicana en su reciente visita a España.

Detrás de las demandas y reclamaciones subyace una vieja polémica jurídica: la colisión entre la soberanía de los Estados y los derechos del inversor extranjero. Las inversiones en el exterior tienen que soportar, además del riesgo económico que toda inversión conlleva, el denominado riesgo político. Dicho riesgo surge de la potestad soberana del Estado receptor de la inversión para adoptar medidas políticas y económicas que pueden resultar perjudiciales para los inversores extranjeros. El riesgo político es mayor en tiempos de crisis, en los que la tentación de adoptar medidas de bajo coste político o incluso rentables políticamente, como la congelación o reducción de tarifas de servicios públicos, es muy grande.

Los países latinoamericanos tradicionalmente defendieron la denominada Doctrina Calvo, que toma su nombre de un diplomático argentino del siglo XIX. Según esta doctrina, la soberanía de los Estados primaba sobre los derechos de los inversores, quienes debían contentarse con recibir el mismo trato que los nacionales del país receptor de la inversión y aceptar que las controversias con este último fueran resueltas por sus órganos jurisdiccionales. Llegó incluso a convertirse en práctica generalizada la inclusión en los contratos celebrados con países latinoamericanos de la cláusula Calvo, por la que el inversor renunciaba a la protección diplomática del Estado de su nacionalidad.

La Doctrina Calvo no era satisfactoria para los inversores extranjeros. En primer lugar, la posibilidad de que el Estado pueda imponer a un inversor extranjero cualquier alteración de su ordenamiento jurídico lo convierte en juez y parte, estando sus legisladores y gobernantes condicionados por una presión social tanto más intensa cuanto más profunda sea la crisis. En segundo lugar, los tribunales internos sufren también esa presión social y política, condicionante de sus decisiones. Abundan en los países latinoamericanos decisiones judiciales que, en forma de liminares (cautelares), medidas de no innovar o interdictos, paralizan la puesta en marcha de normas necesarias pero impopulares y convalidan la adopción de normas populares, pero de dudosa validez jurídica. Los Estados han resuelto esta vieja polémica a través de dos instrumentos jurídicos: la Convención de Washington de 1965 que creó el CIADI como un foro de resolución de controversias relacionadas con inversiones extranjeras mediante el arbitraje, y la firma, a falta de un acuerdo multilateral, de acuerdos bilaterales para la promoción y protección recíproca de inversiones (los APPRI) en los que los Estados acuerdan un estándar de protección a las inversiones de la otra parte, aceptando que, en caso de controversia, el inversor pueda acudir al arbitraje internacional (del CIADI, normalmente).

Este estándar de protección va más allá de la igualdad de trato con el inversor nacional e incluye las obligaciones de dar un trato justo y equitativo a las inversiones, de no discriminar frente al nacional, de no expropiar o adoptar medidas equivalentes sin compensación adecuada o de permitir la libre transferencia de rentas al exterior. Pues bien, las demandas arbitrales contra Argentina se fundamentan en el estándar de protección previsto en el APPRI celebrado con España.

Aunque habrá que esperar al resultado de los procedimientos iniciados para valorar la eficacia de estos instrumentos jurídicos, no cabe duda de que las empresas españolas han encontrado en los APPRI y en el CIADI sendos medios para hacer valer sus derechos y, por tanto, los de sus accionistas.

El Convenio de Washington dispone que los Estados deben reconocer a un laudo arbitral emitido por el CIADI la misma eficacia que a una sentencia firme de sus propios tribunales. Aunque no se pueden desconocer los problemas prácticos que conllevaría su ejecución, no cabe duda de que un laudo favorable sería un buen activo para las empresas españolas en una posible negociación con el Estado condenado.

Eduardo Rodríguez-Rovira es socio responsable del Grupo Latinoamérica de Uría & Menéndez.

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