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Elogio y defensa de los radicales

José Antonio Martín Pallín

Los diccionarios son los custodios de las palabras. Las preservan de las modas y de las perversiones del lenguaje. No siempre lo consiguen. Las modulaciones de los significados, acuñados por escritores o por gabinetes de imagen y propaganda, terminan por imponer sus modismos. En ocasiones, las academias aceptan e incorporan al originario sentido variantes y alternativas que, en principio, no habían sido concebidas para definir determinadas actitudes, comportamientos o significados.

Por razones históricas y políticas, la expresión radical ha sido manipulada y desnaturalizada. Según el Diccionario de Casares, "radical" significa o representa lo perteneciente o relativo a la raíz. Normalmente, las palabras no agotan su significado en una sola acepción, por lo que nos encontramos a continuación con un nuevo sentido que, estoy seguro, desconcertará a la mayoría de los que leen y escuchan el repiqueteo continuo de los medios de comunicación. Añade el diccionario: "Dícese en política de los partidarios de reformas extremas, especialmente en sentido democrático". María Moliner, que nos ha hecho el regalo inestimable de su Diccionario del uso del español, remite a la palabra "raíz" para todo lo relacionado con radical y radicalismo.

Esta concepción, comúnmente aceptada desde hace años, ha invertido radicalmente, y nunca mejor dicho, su verdadero sentido para convertirse en expresión descalificadora que atribuye a quien se le aplica una actitud violenta, irracional y destructiva.

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En su verdadera esencia, el radicalismo es una forma de enfrentarse a los conflictos sociales que sólo puede alimentarse de unas sólidas convicciones democráticas y de un profundo conocimiento de la realidad. El pensador radical propone o adelanta las posibles soluciones diseñando alternativas que no tiene inconveniente en someter a debate en los más diversos foros.

Los radicales son verdaderos exploradores que buscan las raíces de las cosas. Nada hay más radical y, por tanto, intelectual que la reflexión, el análisis y la profundización en el alumbramiento de alternativas. Sintetizar en un lema como el del Foro de Portoalegre -Un mundo mejor es posible- es una feliz conclusión resultado de un intenso debate y no de una frívola simplificación.

El uso peyorativo del término "radical" viene de antiguo. Fue acuñado por los sectores más reaccionarios del espectro político norteamericano. En los momentos en que se desencadenó la "caza de brujas" del senador MacCarthy, la palabra radical era sinónima de comunista. El vocablo se generaliza y se aplica también a los que se apartan de la ortodoxia puritana y pretenden desarrollar opciones más vitalistas y liberadoras. La factoría Disney se incorpora a la difusión de esta acepción descalificadora. Hay una secuencia en la película La Dama y el Vagabundo en la que Golfo, el perro liberado de amos y servidumbres, propone a la Dama y al resto de sus colegas de las urbanizaciones de lujo una excursión por el centro de la ciudad para romper, durante una noche, la rutina y el encierro. Uno de los canes de una ostentosa mansión rechaza la propuesta erigiéndose en portavoz de sus congéneres, espetándole a Golfo en tono airado: "No queremos perros con ideas radicales".

Los nuevos "maccarthystas" persiguen, acosan y reaccionan violentamente contra los que rechazan o dudan de las justificaciones de las guerras que ellos deciden. Las acusaciones de traición y falta de patriotismo colocan a sus destinatarios en el punto de mira del sistema de represión, inicialmente previsto para los criminales y delincuentes.

Imbuidos de su pensamiento dominante, afirman dogmáticamente que el verdadero patriota es el que apoya el lanzamiento de bombas de racimo de destrucción masiva y el que justifica la ocupación de un país sin el refrendo de la comunidad internacional y de los organismos que la representan.

A lo largo de mi vida he visto a multitud de jefes de Estado de regímenes genocidas llevarse la mano al corazón cuando sonaba el himno nacional. Admito que muchos símbolos son respetables, pero no otorgan, por sí solos, valores o categorías morales.

Las experiencias terribles del pasado nos deben enseñar que el verdadero patriotismo radica en el compromiso con la defensa de los derechos del hombre y del ciudadano, como proclamaron los revolucionarios franceses hace más de dos siglos. El patriotismo de fanfarria y opereta es, como diría lord Acton (un liberal profundamente católico), el último refugio de los miserables. Como la palabra "miserable" puede extenderse a los que viven en la miseria, me quedo con la sentencia, contundente e inequívoca, de Oscar Wilde: "El patriotismo es la virtud de los depravados".

Los políticamente correctos repudian lo radical porque desenmascara la falsedad e inconsistencia de sus esquemas formales, vacíos de contenido. Un análisis dialécticamente irrebatible pone al descubierto las expresiones eufemísticas con las que tratan de enmascarar la descarnada realidad.

En los últimos tiempos hemos asistido a un ingenioso concurso de ideas para buscar elipsis que eviten la crudeza del lenguaje llano. Cuando se habla de "daños colaterales" se está haciendo referencia a muertes de personas que no eran el objetivo inicial de los ataques bélicos, pero que se estiman tan inexorables como si tuvieran su origen en una catástrofe de la naturaleza.

La perversión del lenguaje y la de sus creadores alcanza su punto culminante en la acuñación y justificación de los denominados "asesinatos selectivos". Todos los asesinatos son delictivos y son selectivos. Un psicópata como Jack el Destripador es un ejemplo genuino de asesino selectivo.

El elogio de los radicales no es más que el reconocimiento de su capacidad de análisis de la realidad y la coherencia de sus estudios y conclusiones. El pacifismo, de raíz y convicciones profundas, lleva a sus protagonistas a ofrecerse como escudos humanos en un conflicto bélico, abriendo, además, un debate sobre la legitimidad de las guerras. El ecologismo, producto del estudio y la preocupación por los peligros del desarrollismo incontrolado, mueve a sus militantes a exponer sus vidas abordando transportes de sustancias gravemente peligrosas para la preservación del medio ambiente. Muchos profesionales de la medicina y de la información que se ponen al servicio de los más desvalidos son perseguidos y acusados de suplantar la ayuda humanitaria oficial, que parece la única políticamente correcta.

Los tiempos no son propicios para ejercicios de rigor intelectual. Los integristas de todo orden rechazan las posiciones alternativas producto del raciocinio y de los sentimientos de solidaridad. Si se sigue el debate abierto por los sectores más lúcidos y democráticos de la propia sociedad norteamericana, se llega a la conclusión de que la recuperación de la legalidad internacional y la conformación de una sociedad estable en Irak es lo más radical que, en estos momentos, puede ofrecerse para atenuar la tragedia.

Ahora bien, creo necesario alertar contra los desaforados que, integrados o emboscados, en corrientes de opinión alternativas, se exhiben ante las cámaras de los informativos rompiendo y destrozando el entorno urbano, agrediendo a los agentes que tratan de impedir determinadas manifestaciones con ocasión de foros de repercusión mundial o propugnando la violencia en contradicción con la esencia del pensamiento radical. Ellos son la gran coartada que sirve, a los políticamente correctos, para relegar a la marginalidad las corrientes de opinión que no comulgan con el mensaje oficial.

El pensamiento radical es la antítesis del fundamentalismo, de la violencia y del nihilismo. Conviene advertir que los que reaccionan ante una realidad que consideran hostil quemando, asesinando, extorsionando o enviando mensajes intimidantes son simplemente terroristas y fundamentalistas que se atribuyen el monopolio de la verdad y quieren imponerla a toda costa, despreciando la diversidad de las formas de pensamiento.

El radicalismo, o es el reflejo de la inteligencia, la tolerancia y el pluralismo, o será sepultado y estigmatizado por el discurso único de los poderosos.

José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.

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