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Columna
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Treinta monedas

Había que mantener una estricta separación de sexos entre los corderillos más jóvenes del rebaño de Cristo, así lo dictaban las leyes de Roma y lo subrayaban los decretos del Estado nacional-católico. Las relaciones entre Dios y el César volvían a estar en los mejores términos, después de aquel breve paréntesis en el que España había dejado de ser católica, volvía a entrar en vigor, incluso con más vigor que antes, el acuerdo bipartito entre los poderes celestiales y sus vicarios, sicarios, en la tierra favorita del Corazón de Jesús y de María Santísima, que había estado momentáneamente alejada de los rediles cristianos, pero que volvía a ellos conducida por un siniestro rabadán de la cuadrilla del Buen Pastor y azuzada por sus fieros mastines.

Antes de mudarse a las afueras de la urbe con sus sabias enseñanzas a cuestas, las órdenes religiosas poseían en el centro de Madrid numerosos colegios, de curas y de monjas. No se mudaron por asunto de misión, sino por tema de especulación con sus privilegiados y céntricos solares, aunque, con su hábil manejo de la casuística, las autoridades eclesiásticas aportaron sutiles coartadas para justificar su iniciativa, como la falta de espacio que sufrían los educandos encerrados en caserones sombríos y un tanto cochambrosos, que pronto cambiarían por aulas amplias, modernas y bien iluminadas, magníficas instalaciones deportivas y mucho aire puro.

La aglomeración de colegios religiosos en el centro capitalino era tal que la forzosa separación por sexos quedaba en ocasiones reducida a su mínima expresión. Por ejemplo, San Antón, el colegio de curas que frecuenté -más de lo que hubiera querido- durante una década, se encontraba casi literalmente rodeado de colegios de monjas, hasta cuatro podían contarse en las inmediaciones, y el barrio era un bullir de colegialas aún más infelices que nosotros por la tortura adicional de un sobrio, casto y oscuro uniforme, que las mortificaba y humillaba cristianamente y cuyos excesos trataban las más osadas de paliar arremangándose las faldas antes de pisar la acera. La indeseable promiscuidad se daba a la salida de clase, y favorecidos por la estratégica ubicación de nuestro centro, los alumnos de San Antón éramos los primeros en llegar a las puertas de los colegios de monjas más cercanos a la salida de clase. Para disuadirnos y poner freno a nuestros irrefrenables impulsos de púberes recién estrenados, nuestros ilustres pedagogos y mentores de juventudes nos ilustraban en clase y mentaban las terribles enfermedades, destrucción de la médula espinal, locura, ceguera y epilepsia, entre otras, que caerían irremediablemente sobre nosotros si nos entregábamos al "vicio solitario" con nuestro pensamiento puesto en ellas.

Pero este celo, sin duda apostólico, que ponían nuestros educadores en apartarnos de la tentación carnal aplicando el principio de la separación de sexos, se esfumó como por ensalmo, exorcismo o sortilegio cuando, con la llegada de la democracia, el Estado se hizo laico y repartió sus preciadas subvenciones entre los colegios integrados. De la noche a la mañana, los colegios religiosos de España abrazaron el nuevo credo para seguir cobrando las monedas con la efigie del nuevo césar, más de treinta.

Incluso las órdenes y las sectas ultraconservadoras se plegaron, o fingieron plegarse, ante los nuevos edictos integradores. La tentación era muy fuerte, sobre todo para organizaciones como el Opus Dei y los Legionarios de Cristo, nacidas con el imperativo de solucionar el evangélico problema de hacer pasar a los ricos por el ojo de la aguja.

Los fingimientos han protagonizado la toma, de tapadillo, de un colegio madrileño por las banderas de esta nueva legión. Los legionarios cristianos consienten en educar bajo el mismo techo a especímenes inmaduros de ambos sexos, pero con un muro por medio. Y aquí vuelve a entrar la casuística, esta separación por aulas no se lleva a cabo por motivos religiosos ni morales, sino porque está "científicamente" demostrado que ellas maduran antes y deben ser atendidas de diferente manera, aunque la medida sirva de paso para que ellos no se destruyan la médula espinal, se vuelvan locos o sufran ataques epilépticos inspirados por la tierna madurez de sus compañeras.

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