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Esa fantasía llamada Cuba

Rafael Rojas

En un pasaje de su novela Memorial del convento, José Saramago transcribió el diálogo imaginario entre Domenico Scarlatti y el cura portugués Bartolomeu de Gusmao. "Para que los hombres puedan ceñirse a la verdad, tendrán primero que conocer los errores y practicarlos", decía el músico. "Pero así no está el hombre libre de creer abrazar la verdad y hallarse ceñido por el error", replicaba el sacerdote. La conversación parecía estancarse en un callejón sin salida, ya que mientras el artista reclamaba la necesidad del cambio y la duda, del aprendizaje y la rectificación, el religioso, lo mismo que un ideólogo o un político autoritario, suscribía el apego al dogma y la lealtad sin fisuras.

Como el Scarlatti de su novela, José Saramago es un escritor que se atreve a corregir sus posiciones públicas. Su "hasta aquí he llegado" de la pasada primavera revela la voluntad de cancelar esa transacción simbólica por la cual un segmento autoritario de la izquierda occidental, empeñado en proteger el mito de la Revolución Cubana, oculta sus críticas al Gobierno de Fidel Castro. La evidencia de que aquella revolución fue una cosa -un profundo cambio social que trajo equidad e independencia a la ciudadanía de la isla- y el Gobierno cubano es otra -un régimen totalitario que niega derechos civiles y políticos elementales a la población- bastaría para cuestionar esa moratoria del juicio que La Habana impone a sus feligreses en el mundo.

El deslinde de Saramago, tajante como la propia lógica de lealtad que establece el castrismo, es el capítulo más reciente de una larga historia de encuentros y desencuentros entre Cuba y la izquierda occidental. Quien inauguró esa tradición de "utopía y desencanto", como diría Claudio Magris, fue Jean Paul Sartre en su viaje a la isla a principios de 1960. Sartre llegó a La Habana con aquella misión de "pensar contra sí mismo", de "romperse los huesos de la cabeza", tan propia del complejo de culpa poscolonial con que el pensamiento europeo y norteamericano se asoma a América Latina. Y encontró precisamente lo que sus ojos buscaban: una comunidad orgánica, regida por una misteriosa voluntad unánime, que la hacía avanzar hacia metas concretas (alfabetización, reforma agraria, paredones, "lucha contra bandidos") y que respondía a coro a la voz de un líder joven y hermoso. Fidel aparece en aquellas notas de Sartre para France-Soir como un ángel panteísta: "Lo es todo a la vez, la isla, los hombres, el ganado, las plantas y la tierra..., él es la isla entera".

La vasta cultura filosófica de Sartre parecía reducirse, entonces, al Rousseau del Contrato Social. Las páginas finales de Huracán sobre el azúcar fundan la literatura utópica sobre la Revolución Cubana en Occidente. Allí se habla del "Rambouillet Cubano", de "El Dorado" insular -la Ciénaga de Zapata que sería desecada para cultivar arroz y construir el "lugar turístico más bello del mundo"- y se describe un discurso de Fidel Castro como un acto de perfecta comunión política entre el caudillo y el pueblo, en el que ha desaparecido ya cualquier vestigio de democracia representativa: "Sola, la voz, por su cansancio y su amargura, por su fuerza, nos revelaba la soledad del hombre que decidía por su pueblo en medio de quinientos mil silencios". La nueva vida cubana era, según Sartre, "alegre y sombría", ya que el carácter utópico de la isla estaba determinado por la "angustia" de la "amenaza extranjera", por el gesto de enfrentarse a Estados Unidos en nombre de la humanidad.

Antes de la Revolución, la imagen de Cuba en Occidente carecía de "ese rostro de sombra", de esa solemnidad utópica. Cuba no era entonces una utopía, sino una alegre fantasía de la imaginación occidental. Fantasía turística, construida por el venero exótico de sus montes y playas, de sus mujeres y hombres tostados y sensuales, de sus casinos y hoteles, y asegurada por una moderna economía de servicio que impulsaron la mafia y el capital norteamericanos. Ésa es la imagen que recorre la avenida del Puerto, con sus bares y prostíbulos, con sus esquinas peligrosas y pasillos lúgubres, en Tener y no tener de Hemingway, y la que aparece como telón de fondo de las peripecias de Wormold, el falso espía británico de Nuestro hombre en La Habana: bares y clubes lujosos, proxenetas de múltiples burdeles, vendedores de postales pornográficas, calles estrechas, atestadas de Chevrolets, Fords y Chryslers.

En los últimos años, Cuba comienza a dejar de ser percibida como lugar de utopía social y recupera su vieja estampa de fantasía erótica. En su novela Ravelstein (2000), por ejemplo, Saul Bellow describe esos ejércitos de turistas europeos que, cada verano, pasan dos semanas en exclusivas playas cubanas y se "llevan la impresión de que los americanos lo han embarullado todo y de que Castro se merece el apoyo de escandinavos y holandeses independientes e inteligentes". Los personajes de Plataforma (2001), de Michel Houellebecq, son unos parisienses interesados en montar una agencia de turismo sexual, que realizan viajes exploratorios a paraísos eróticos como Tailandia y Cuba. En Baracoa y Guardalavaca, al oriente de la isla, estos ingenieros del placer conversan con nativos que reiteran el mismo lamento: "Pobre pueblo cubano, ya no tiene nada que vender, salvo sus cuerpos".

Así como aquella imagen moderna y sensual de los cincuenta tuvo su confirmación literaria nacional en Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante, la actual imagen de decadencia erótica encuentra su corolario en las novelas de Pedro Juan Gutiérrez y Zoé Valdés, en las crónicas y ensayos de Raúl Rivero y Antonio José Ponte, en los filmes de Juan Carlos Tabío y Fernando Pérez. Lo curioso es que el Gobierno de Fidel Castro, en vez de combatir ese imaginario, lo aprovecha dentro de un discurso político, sumamente estereotipado, en el que la pobreza y el sexo, el placer y la miseria se entrelazan en una eficaz ideología turística. El cartel de propaganda del "Martí Mojito", la nueva bebida oficial ("auténtico licor de ron", "the soul of Cuba"), resume claramente este mensaje: varias escenas de las cuatro posibles parejas étnicas y sexuales (un cubano y una turista, un turista y una cubana, un cubano y un turista y una turista y una cubana) y el siguiente texto: "The Revolution will start at Happy Hour".

La actual fantasía cubana carece del glamour de la Repú-

blica y de la solemnidad de la Revolución, pero contiene, en el sentido de Slavoj Zizek, un doble mensaje político. Cuba es una pequeña nación alegre y erótica que se descompone socialmente, una comunidad comunista y virtuosa que se corrompe moralmente. ¿Víctima de quién? De Estados Unidos, según el Gobierno de la isla. De Fidel Castro y su régimen, según la oposición cubana. La fantasía cumple, pues, la función de un llamado de auxilio a Occidente, una solicitud de rescate o, simplemente, de compasión, que lo mismo puede ser usada por el Gobierno cubano para perpetuarse en el poder que por sus opositores para propiciar la transición democrática. Es, en suma, la fantasía política de un país poscomunista en el Caribe.

Medio siglo después del estallido de una revolución moralista, que se propuso corregir los malos hábitos "neocoloniales" del pasado burgués -el juego, la prostitución, el privilegio, la frivolidad-, la imagen turística de Cuba resurge, como moda siniestra, en la política simbólica del castrismo tardío. Los hijos de aquella burguesía derrotada y desposeída, como Consuelo Castillo, la hermosa cubanoamericana de la novela Animal moribundo (2002), de Philip Roth, sienten que la historia se vuelve una pesadilla ante sus ojos, cuando ven, por CNN o ABC, esas elegantes fiestas de fin de año en el cabaret Tropicana, con centenares de burgueses europeos, norteamericanos y canadienses, en una perfecta simulación del pasado, en un festejo perverso de la continuidad republicana. El gran final de la Revolución, dice Roth, es una burla, una farsa, un espectáculo sensual que remeda el encanto del antiguo régimen: "Una alocada celebración de nadie sabe qué".

Rafael Rojas es escritor y ensayista cubano, codirector de la revista Encuentro.

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