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Adiós a Pujol

Xavier Vidal-Folch

Jordi Pujol se va. Entre la hagiografía nostálgica y el retrato cruel hay espacio. Y es tiempo de proponer un balance polícromo, de blancos, negros y grises. Las conclusiones provisionales: durante los 23 años de su mandato, el presidente de la Generalitat se ha revelado como un político español de considerable talla, un entusiasta tenor europeísta y un más que discutible gestor catalán.

Empecemos por esto último. A lo largo de sus seis legislaturas, Jordi Pujol se ha afanado, por encima de todo, en construir una variante -o una caricatura, si se prefiere- de "pequeño Estado-nación", más que en reforzar una, ya existente, "gran pequeña nación". En este error óptico le ha acompañado buena parte de la sociedad catalana, y con entrega casi total, su clase política, incluida la oposición. ¿Por qué se trata de un error? Porque las naciones surgidas o resurgidas en el gozne de los siglos XX y XXI, si aspiraban al éxito, deberían haber huido de fotocopiar el modelo del viejo aparato estatal, con su añejo compendio de competencias tradicionales. Es un modelo obsoleto, por obra y gracia del vaciado que le imprimían tanto la construcción europea como, más adelante, la globalización.

Por el contrario, una nueva construcción política en perspectiva más actual tendría que apoyarse no en la retórica historicista, sino en los baremos de excelencia que se aplican a las empresas más eficientes: la búsqueda de su propio valor añadido, la valoración de sus ventajas comparativas en busca de la competitividad, el reforzamiento selectivo de sus puntos fuertes, la agilidad.

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Insensibles a este imperativo de modernidad, los catalanes hemos pretendido bajo el patriarcado pujoliano hacerlo todo y a la vez, con prioridades múltiples y confusas. Y, pues, hueros de auténticas prioridades, hemos hecho mal demasiadas cosas. Hemos duplicado modelos, y además sobre la pauta de los viejos, en vez de inventar otros nuevos: en la organización del Gobierno autónomo, en la función pública, en las relaciones laborales de la radiotelevisión pública... Fenómeno tanto más lamentable cuanto que existía la oportunidad de haber construido un esquema político innovador, una Administración en la que primase lo cualitativo sobre lo cuantitativo, en que la pesada maquinaria ministerial o miniministerial abriese paso a las task forces y los grupos interdepartamentales ad hoc y en que lo público sintonizase con lo privado, sin clientelismo, mediante agencias independientes y consorcios de nuevo cuño.

Este lamento no significa que la catalana sea una comunidad autónoma comparativamente disfuncional, que no es el caso, sino simplemente que la orientación fundamental ha sido errónea. El país de Pujol ha difuminado sus extraordinarias posibilidades.

Cataluña es, sobre todo, dos cosas: una cultura europea y un espíritu emprendedor. Lo más sobresaliente de la cultura catalana, contra lo que propaga el nacionalismo, no es de raigambre específicamente autóctona, sino de entronque continental: el románico, el gótico, el modernismo y las vanguardias. Cataluña no exhibe un sello demasiado diferencial, como los siglos XVI y XVII español, o el XVII holandés. La cultura de Cataluña no parece estrictamente acotada a una propuesta nacional, a pesar de esta manía nominalista, más ridícula que inquietante, de imponer etiquetas nacionales a todo: "orquesta nacional", "teatro nacional", "museo nacional"... Los grandes momentos del arte catalán son hitos mudos, con una aportación o un acento excelente o vanguardista dentro de los cauces de los movimientos europeos: lo nacional catalán es una variante concreta y sugestiva de lo global europeo. Es mucho, pero no es más que eso.

El espíritu emprendedor ha quedado encorsetado en el small is beautiful. Con excepciones notorias, seguimos en el reinado de la pequeña y mediana empresa, por mucho que se decore con el concepto de "multinacional de bolsillo". La sociedad por acciones en todo su alcance se mantiene como la gran desconocida, lo que limita el tamaño de las empresas. No es que todas deban ser mastodónticas y multinacionales. Es que un territorio, para estructurarse, necesita dos o tres grandes puntales (la Fiat italiana, la Philips holandesa, la Nokia finlandesa) que articulen sectores e induzcan porosamente crecimiento en su entorno. No se ha auspiciado. Es sobre todo responsabilidad de la élite económica, sí, pero también de la Generalitat de Pujol. Le ha bastado la autosatisfacción de lo intersticial. O peor, le ha sobrado resistencia a las contadas y meritorias apuestas de tamaño, como ocurrió inicialmente con la fusión de las cajas de Pensiones y de Barcelona para formar La Caixa, a la postre la institución económica fundamental de Cataluña. Y le han sobrado también tics de intervencionismo puntilloso o clientelar, en el comercio, en el ahorro, en la industria cultural...

En lugar de fortalecer espíritu emprendedor y audacia cultural, el pujolismo ha difuminado la gradación de objetivos, pretendiendo hincar diente un poco en todo. Se han dispersado esfuerzos. Se ha alcanzado un digno lugar en muchos ámbitos, pero un lugar segundón. Esta confortable media tinta ha hallado máscara en la autosatisfacción y el ombliguismo. La catalana es una sociedad bastante equilibrada y feliz, pero cortocircuitada en su ambición y proyección exterior.

Veamos. Entre los principales intereses ciudadanos a principios del siglo XXI destacan tres: seguridad, empleo, gestión de los propios asuntos. ¿Qué ha ocurrido?

En seguridad el error ha sido monumental. El Gobierno nacionalista, por intereses simbólicos y gregarismo de lo vasco, se inventó un modelo empequeñecido, los Mossos d'Esquadra. Este cuerpo ni funciona bien (en las nevadas, en la vigilancia de prisiones) ni es demasiado democrático (ya colecciona algunas intervenciones muy desproporcionadas y duros procesos judiciales). Ni era necesario, porque es demasiado estrecho para el crimen peninsular y transnacional, y porque no supera al cuerpo al que viene, a ritmo moroso, a sustituir.

Cataluña podía haber optado a albergar la formación profesional, democrática y autonómica de las distintas fuerzas de seguridad del Estado. Y a hacerlo en todas las lenguas de España. Y a participar en su modernización, estructura y mando. Ésa era la lógica del Estatuto. Y de la historia: Josep Tarradellas mandó a la Guardia Civil leal a la República. Y por esa lealtad, entre otras, el alzamiento no triunfó en tres días. Se ha invertido tiempo, recursos y esfuerzos en la dirección equivocada.

Las políticas posibles de empleo para una autonomía también han registrado pasos de cangrejo. Se ha intentado segregar el mercado de trabajo, dificultando incluso la información sobre la oferta y la demanda con el resto de España... hasta que las presiones del Círculo de Economía han pautado el retorno a la interconexión. Ha retrocedido la inversión pública regionalizable del Estado, y la autonómica se sitúa tras Madrid, Valencia y Galicia, incluso descontando el compo-nente de mayor cofinanciación europea para las comunidades menos prósperas. Y aunque cueste creerlo, Cataluña se ha relegado escandalosamente al furgón de cola español en los grandes capítulos del futuro como I+D, gasto educativo, oferta oficial de enseñanza de idiomas...

El autogobierno en los asuntos corrientes, las expresiones simbólicas y la afirmación competencial se han consolidado, pese a remar frecuentemente contra las resurrecciones del centralismo y del neonacionalismo reaccionario español. Pero también a costa de un desmedido hegemonismo de la Generalitat, que ha destruido las instituciones metropolitanas de la Gran Barcelona; ha inventado de la nada un patético e inútil remedo de gobiernos locales, los consejos comarcales, para controlar a los municipios, mayoritariamente de izquierdas; y ha disuadido una ingente inversión cultural y comercial central, sin lograr a cambio convertirse en todos los aspectos en la Administración -si no única, al menos ordinaria- del Estado en su propio territorio. Pero es que ni siquiera ha desarrollado el Estatuto, redactando la imperativa ley electoral, para lo que no se necesita ni una gota de soberanismo retórico, inclusive sazonado de sucursalismo ante el gobierno de la derecha.

De modo que estos tres grandes deberes -seguridad, empleo y autogobierno- se saldan con sendos suspensos. Es verdad que, como alega estos días el propio Pujol, se ha superado con un notable el examen previo a todo ello, la preservación del clima de convivencia civil. Los catalanes se sienten globalmente satisfechos de pertenecer a una comunidad con un tono vital positivo y no especialmente conflictivo. Se han desarrollado procesos de integración, sobre todo gracias a la propia sociedad, aunque también a la prudencia de los políticos. Pero la integración social no se ha extendido a los lugares de responsabilidad política-autonómica: la asignatura pendiente es incorporar al poder a las generaciones llegadas (y que llegan y llegarán) de fuera, pero recordar esta obviedad es reprobado como blasfemo por la Cataluña oficial de Pujol y sus herederos. Ha habido más de un despropósito cultural (la segunda ley lingüística), más de un pecado de intervencionismo torpe, y un palpable menosprecio al componente castellano de la cultura de Cataluña. Pero en general no se ha molestado en exceso a la ciudadanía, y eso ya se agradece: la primera ley lingüística, la más consensuada y que más y mejor se ha aplicado, fue un éxito. Y otro éxito ha sido TV-3, por su calidad técnica, por su alergia a la telebasura que invade otras televisiones públicas y por su menor grado relativo de manipulación informativa.

Un catalanismo abierto, sin embargo, presentaría la lengua y cultura propias como oportunidad de enriquecimiento al vecino y al que viene de lejos y no como barrera de autoafirmación nacionalista: ¡cuán escasamente se han promovido las cátedras de literatura catalana en las universidades españolas! Un catalanismo abierto no hubiera tapado, minimizado o condenado a los infiernos la opción de quienes, conservadores, republicanos o socialistas, han optado por otra vía, la directa, para intervenir en la política española, aportando a ella lo mejor que se fraguaba en Cataluña. Francesc Cambó fue un destacado ministro de Fomento y benefició a toda España con su gestión; también a Cataluña. Jaume Carner fue un gran ministro de Hacienda de la República. Ernest Lluch fue un decisivo ministro de Sanidad, a la que universalizó, y también para la sanidad catalana. Y el papel de Narcís Serra como civilizador del Ejército español, lo cual también benefició a los catalanes, se anula del registro. Se les ha olvidado. El nacionalismo pujolista ha practicado así un sectarismo, una interpretación sesgada, pro domo sua, de la realidad histórica y política, que sus herederos deberán rectificar si, en el Gobierno o en la oposición, pretenden ser algo.

En resumen, deben reconocérsele a Jordi Pujol los méritos como refundador de la nación catalana, o uno de sus principales refundadores. Pero de una nación coja, pues su balance como gestor resulta muy deficiente, como lo demuestra la pérdida de posiciones de Cataluña en los escenarios muy competitivos y cada día más globales donde se juega el desafío de la modernidad: alta tecnología, infraestructuras, enseñanza, dimensión empresarial, medio ambiente.

Pero si Pujol ha sido un mediocre administrador interno, se ha acreditado en cambio como un notable político democrático español. Su intervención durante el golpe de Estado del 23-F de 1981 -coherente con la labor de sus parlamentarios, de Miquel Roca como uno de los padres de la Constitución, y con la traída y llevada contribución a la gobernabilidad- vale por toda una vida política, incluyendo todos sus errores.

Pero además, el balance mejora con la comparación respecto de los puntos de referencia realmente existentes. El nivel de nepotismo, de conflicto de intereses y de pequeña o mediana corrupción en la administración catalana es relativamente denso, pero afortunadamente nada tiene que ver con los niveles de apropiación de la sociedad por la Administración registrada en Galicia. El nacionalismo pujoliano ya partía de unas bases téorico-históricas mucho más democráticas que el etnicismo de un Sabino Arana, y eso se ha revalidado en la práctica, al punto de no dejar el más leve resquicio a ninguna ambigüedad en relación con la violencia, a diferencia de lo acontecido en el País Vasco. Y desde luego muchas más tensiones contra la cohesión está creando el resurgido nacionalismo españolista de la derecha. Más perjudiciales se están revelando los separadores (en expresión acuñada por Ortega y Gasset) que bajo un discurso liberal pugnan por apropiarse de la sociedad, de la cultura, de la historia, bajo un impulso uniformista y, por ende, excluyente y disgregador, que los presuntos separatistas. Será cierto que el nacionalismo catalán es el más peligroso (y, conviene actualizar, sobre todo el autonomismo de Pasqual Maragall, el enemigo de moda de los pelayos y los ígnaros) para España..., si se excluyen todos los demás.

Jordi Pujol también ha sido notable en las escenas europea e internacional. Ha ejercido como un sobresaliente embajador, de la Cataluña autónoma y de la España democrática, aunque con excepciones, como la epidemia "lituana", que tanto le afectó en 1991, o los zigzagueos con motivo de los Juegos Olímpicos, en los que arrastró los pies. Europeísta militante, ha sido en conjunto un político de credibilidad europea y ha defendido las cosas de España en el exterior con mayor eficacia y verosimilitud, y mejores capacidades lingüísticas, que muchos ministros de los gobiernos españoles. Éste es, sin duda, el mejor Pujol. El Pujol de exportación.

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