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Columna
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Los astros de la muerte

Los palestinos, o mejor dicho, su autoridad tan poco autónoma como sensata, han vuelto a demostrar que saben equivocarse en perjuicio propio todas las veces que haga falta. Nadie mejor que ellos se rompe mejor una mano para molestar al enemigo. Y muchos lo celebran como un triunfo. Ariel Sharon, por su parte, ha ratificado la convicción de todos aquellos que creen que su política no es sino una manifestación extrema de la desviación psicopatológica de toda la cultura israelí del poder que emana de la cultura judía de la sumisión. También los israelíes y su Estado habrán de comprobar tarde o temprano que esta orgía de prepotencia de sus crímenes de alta tecnología que son la caza a base de misiles de ancianos venerados entre los suyos en la zona más poblada del mundo que es Gaza, no aporta nada a su seguridad y, sin embargo, sí es garantía de que algunos de los niños cuyo nacimiento han celebrado hace poco no podrán concluir una vida pensante que merezca tal nombre.

Finalmente, el presidente norteamericano George Bush nos revela que sus convicciones de poder mover el orden mundial en la región más vital para la seguridad internacional y la lucha contra el terrorismo de raíz islamista no tienen consistencia ninguna y que él, muy personalmente, está a punto de fracasar tan estrepitosamente como su coqueto grupo de intelectuales neoconservadores que, sin creer tener que escuchar a nadie, se lanzó a la piscina con un manto tan almidonado de razón que hoy ya saben que no aguantan su peso. Empapados de realidad, jadean mucho, pero pocos creen ya que alcancen ninguna orilla. Ellos que lo sabían todo se ahogan y arrastran hacia las profundidades todas las posibilidades de que en Palestina se matara menos, se hablara más y se pudieran recoger las cosechas de palestinos e israelíes sin el miedo a morir arrancando un tomate. Así están hoy las cosas, después de las efímeras ilusiones de una Hoja de Ruta que no nació muerta como algunos dicen, pero que muchos acordaron violar y matar antes siquiera de ser púber.

No se nos olvide, por supuesto, Europa, que con Estados Unidos debiera haber sido la fuerza capaz de imponer a los adalides de la muerte, esa siniestra constelación de los astros -Arafat y Sharon- en danza permanente de alarde de su propio poder y decisión, una lógica distinta a la que ellos consideran única. Sharon tuvo avisos, nunca los necesarios, de que tenía que acabar con la obscenidad de los asentamientos y un muro divisorio que es monumento a la ofensa y repugna a todo aquel que crea en el ser humano. Europa no parece haber dado tampoco los avisos necesarios a un Arafat que no concibe más lógica que la elevación del sufrimiento común para buscar un triunfo de su propia posición y no la solución paulatina del drama de su pueblo. Europa y su magnífico representante y bregador en la región que es Javier Solana, han demostrado mucha más buena voluntad que su protegido Arafat, pero no menos impotencia. Mientras, Bush comienza a combinar su arrogancia con la incompetencia y sus hombres en Palestina e Irak inspiran casi una inverosímil ternura en una especie de patético teatro de sombras que nos hace difícil adivinar cualquier luz. ¡Sin muertos ni dolor habría sido un magnífico espectáculo edificante para generaciones venideras!

Abu Mazen ha dimitido porque se sabía liquidado por la alianza de los sumos sacerdotes del dolor que son Arafat y Sharon. Abu Alá, que ha aceptado ser su sucesor como primer ministro palestino, no parte con mejores premisas que su antecesor en el cargo. Si no hay un gran gesto por parte de Washington que imponga, en el sentido más estricto, un gesto amplio y comprensible para todos de conciliación, como sería la paralización general e inmediata de los asentamientos y de la construcción del miserable muro, no vamos a la reordenación de Oriente Medio que algunos listos civiles pretendían en el Pentágono que sería rápido, barato y bonito, sino a la explosión de una crisis con todo el poder destructor de décadas acumulado. Habrá entonces madres, hermanas y viudas, padres e hijos llorando por esquinas que, denlo por hecho, no estarán sólo en Gaza o Jerusalén.

Dos palestinos, en un puesto de control en Jerusalén.
Dos palestinos, en un puesto de control en Jerusalén.REUTERS
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