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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Antiabortista ejecutado

Paul Hill recibió la inyección letal el pasado miércoles en Florida.

El antiguo pastor presbiteriano había sido condenado a muerte por asesinar en 1994 a un médico que practicaba abortos y a su conductor. Estaba convencido de que "la violencia hay que combatirla con violencia", según declaró. El caso de Hill es ilustrativo de los extremos a los que puede conducir el fanatismo, convertido en una forma de terrorismo religioso. Después de aguardar durante años en el corredor de la muerte, este extremista de la causa antiabortista, lejos de mostrar algún síntoma de haber recapacitado, consideraba que Dios le recompensaría por sus asesinatos. Aunque la mayoría de las organizaciones norteamericanas contrarias a la interrupción voluntaria del embarazo se han desmarcado de Hill, algunas lo consideran ya como un mártir de su causa.

Jeb Bush, gobernador de Florida y hermano del presidente, no quiso conmutar su pena. Pero la ejecución no debió haberse producido. En otros Estados hay un movimiento creciente en su contra y decenas han quedado en suspenso tras descubrirse varios errores judiciales. A estas alturas este castigo brutal e irreversible no es ya compatible con una justicia democrática. Además, el fanatismo de Hill trató de convertir a la propia pena de muerte en bandera de su forma criminal de militancia antiabortista, la idea exactamente contraria al argumento de los partidarios de la pena capital, que la defienden por su supuesto caracter disuasivo. Y la prueba es que, coincidiendo con su ejecución, las clínicas en las que se practican abortos legales se vieron obligadas a reforzar su seguridad, e incluso el penal de Starke, donde se cumplió la sentencia, tuvo que ampliar el perímetro de vigilancia por temor a los incidentes con los correligionarios de Hill.

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"No le perdono lo que hizo", dijo la hija adoptiva del reo, el único familiar que prefirió no estar presente en la ejecución, "pero la pena de muerte es inhumana y bárbara". Fueron unas palabras juiciosas en medio de un monstruoso aquelarre en el que todos se declaraban satisfechos de cumplir con su papel, víctima y verdugos.

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