Carneros quijotescos
Dolly ha muerto. En febrero de este año, pocos días después de que se anunciase el nacimiento -no comprobado, por cierto- de un bebé clonado, murió por eutanasia la oveja más célebre del mundo, el primer mamífero producto de la clonación. La desaparición de Dolly ha tenido mucha menos resonancia que su nacimiento. Sin embargo, aunque todavía están por esclarecerse las causas exactas de su muerte, no cabe duda de que ésta plantea el problema de las repercusiones de la clonación en el organismo clonado. Además, esa muerte da una prórroga, por así decir, a los seres humanos. En efecto, los códigos que rigen la investigación médica prohíben experimentar con el hombre todos aquellos procedimientos que no han dado resultados seguros y eficaces con los animales. No obstante, podemos preguntarnos qué va a pasar cuando los obstáculos técnicos se superen y los argumentos sanitarios no puedan mantenerse. Incluso antes de que se efectúe una clonación humana, la mera perspectiva de su realización plantea a todos los ciudadanos del mundo un desafío ético, cultural y político de primer orden. En estos momentos en que el Comité Internacional de Bioética (CIB) de la Unesco cumple 10 años de existencia, la organización que dirijo seguirá interviniendo activamente en todas las discusiones y actividades sobre esta cuestión.
No hay que minimizar la complejidad del problema. En materia de bioética, y sobre todo de clonación, hemos de evitar que las cuestiones pertinentes sean interferidas tanto por las aprensiones como por las ficciones fantasmagóricas. Hoy en día, cuando se habla de clonación humana, se prevén dos técnicas de finalidad y aplicación muy distintas. La primera, la clonación terapéutica, no tiene por objeto el nacimiento de un individuo, sino la obtención de células madre de un embrión conseguido mediante una fecundación por transferencia del núcleo. Se cree en general que esas células podrán revolucionar la medicina regeneradora. Si es así, ¿por qué dudar? Lo que está en juego aquí es la condición del embrión, y en torno a esa condición se contraponen esperanzas y reticencias. ¿Corremos el riesgo de que los embriones humanos se conviertan en productos vendidos en futuros supermercados de órganos? ¿Es legítimo producir embriones e impedir su desarrollo total? ¿Quién va a suministrar los innumerables óvulos necesarios para efectuar las correspondientes manipulaciones? ¿No se corre el riesgo de convertir en mercancía el cuerpo de las mujeres, sobre todo el de las pobres? Los problemas planteados por estos interrogantes sólo se pueden resolver creando un marco jurídico estricto para las investigaciones sobre el embrión humano, y esto exige debatir más a fondo todas estas cuestiones.
La clonación reproductiva, en cambio, tiene por meta el nacimiento de un ser humano que sea una réplica cromosómica de otro. No obstante, clonar un organismo no es lo mismo que copiar una persona. En efecto, la reproducción sexuada natural nos lo demuestra con el caso de los gemelos, de los que nadie se atrevería a firmar que son individuos idénticos, pese a que se asemejan más que los clones. Los que ven en la clonación una realización de los viejos mitos de la inmortalidad y la resurrección y van en pos de copias imposibles de su persona o de la de otros se basan en una idea falsa y peligrosa de la genética. Una vez descartadas estas ilusiones, ¿qué puede pasar? Evidentemente, los clones humanos no sólo no serían monstruos, sino que además podrían rechazar el proyecto normativo que los hizo nacer. Por eso, el problema estriba en algo previo, a saber, las motivaciones y la visión de la especie humana y la sociedad que entraña ese proyecto. La manipulación genética con fines reproductivos haría del clon el soporte de un genoma particular, escogido por sus características específicas. Esto equivaldría a una forma de eugenismo, cuyas desastrosas consecuencias psicológicas y sociales podemos imaginar sin el menor esfuerzo.
La naturaleza nos brinda a cada uno de nosotros una cédula de identificación genética de carácter único, que descansa en el azar y la necesidad a la vez. Si renunciamos a esta riqueza natural, corremos también el riesgo de crear una fractura genética artificial entre humanos de genoma original y humanos de genoma clonado. ¿No se dan ya suficientes discriminaciones de todo tipo en la humanidad contra las que es necesario luchar? En el mejor de los casos, la idea misma de clonar seres humanos se basa en una serie de malentendidos y fantasmagorías, y en el peor de los casos, en la voluntad de instrumentalizar la genética con fines más que dudosos, ya sean comerciales, ideológicos o prácticos. La prohibición de la clonación reproductiva se justifica, por consiguiente, tanto en el plano médico como en el jurídico y el moral. Esa prohibición está preconizada en la Declaración Universal sobre el Genoma y los Derechos Humanos, que la Unesco adoptó en 1997 y la Asamblea General de las Naciones Unidas hizo suya un año después. Hoy en día, la prohibición formal de ese tipo de clonación subsiste plenamente.
La problemática bioética nos plantea un interrogante cuyas raíces se hunden en lo más profundo del legado cultural, filosófico y espiritual de las distintas comunidades humanas. La tarea previa a toda investigación concertada en materia de bioética consiste en conciliar el respeto de la diversidad cultural con un pragmatismo que tenga en cuenta los adelantos de la ciencia. Con esa óptica, la Unesco está elaborando actualmente una declaración sobre los datos genéticos, porque la utilización de éstos al margen de un marco definido podría abrir paso a discriminaciones de nuevo tipo, e incluso a espantosas negaciones de los derechos humanos. A la Unesco se le está pidiendo que afronte el nuevo desafío de elaborar un instrumento universal sobre bioética. Esto constituye una prueba de que en nuestra Organización es, por excelencia, el punto de encuentro donde se pueden dar cita culturas, concepciones del mundo y convicciones religiosas diversas para tratar de encontrar un denominador común de entendimiento y un marco de referencia ético sobre los que se pueda establecer un consenso general.
Toda cuestión que afecte al ser humano, comprendida la del genoma, no puede ser objeto de un tratamiento parcial o exclusivamente nacional. La Unesco ha tomado cumplida nota de la envergadura de un desafío que supera el contexto estrictamente nacional y exige la participación de los correspondientes protagonistas científicos, políticos y económicos. Ha sido la primera organización intergubernamental que ha adoptado un programa consecuente sobre estas cuestiones, creando sucesivamente, a un año de intervalo, el ya mencionado CIB y el Comité Intergubernamental de Bioética. La ética de la ciencia y la tecnología es una de las prioridades de la Organización, que está reforzando actualmente su misión de vigilancia y prospectiva en este campo. De ese reforzamiento es testigo el tema difícil y apremiante escogido para la próxima sesión de los Coloquios del Siglo XXI organizados por Jérôme Bindé, que se celebrará en París el 10 de septiembre de 2003: "¿Hay que prohibir la clonación humana?". Yo mismo en persona tendré la oportunidad de presidir este foro, en el que participarán personalidades como el médico y ministro francés Jean-François Mattéi, los científicos José María Cantú y William Hurlbut, y la especialista en derecho internacional Mireille Delmas-Marty. Si nos lo proponemos, en el ámbito de la clonación humana la ética podría tomar por primera vez la delantera al desarrollo de las aplicaciones tecnológicas y orientarlo.
El hombre no es un mamífero como los demás. Un animal se puede reproducir por clonación. Pero la condición humana la forjan la educación, la ciencia y la cultura. No la clonación.
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