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Ciencia recreativa / 31 | GENTE
Columna
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El cuarto escondite

Javier Sampedro

Está usted sentado con el doctor Dudai en la terraza del Café Doré, acabándose la ración de alitas. Dudai está escribiéndole una fórmula secreta en una servilleta de papel. De pronto, el doctor levanta la vista y ve aproximarse a los peligrosos hermanos Fox. "Rápido, esconda esta fórmula", le dice mientras sale huyendo a toda velocidad. Y ahí se queda usted con la servilleta en la mano mientras los Fox se acercan a su mesa con esa pinta de bestias que les caracteriza. Tiene usted exactamente tres segundos para esconder la fórmula secreta. ¿Qué hace?

La primera posibilidad es dejar la fórmula donde está, en su mano izquierda, agarrar con la derecha el salero y metérselo rápidamente en el bolsillo de la camisa. Los Fox habrán visto sus precipitados movimientos y creerán que lo que usted pretende ocultar, sea lo que sea, está en el bolsillo de su camisa. Le quitarán el salero y se largarán al laboratorio a analizarlo.

Pero tal vez los Fox sepan que lo que deben buscar es una fórmula escrita en un papel. Entonces lo del salero no vale. Sólo le quedan dos segundos, pero usted es rápido y se le ocurre otra idea: utilizar la fórmula secreta para limpiarse la boca, hacerla un gurruño y tirarla al plato con los restos de las alitas de pollo. Sí, eso podría funcionar. Pero ¿y si llega en ese momento el camarero y le retira el plato? No va a decirle usted "oiga, oiga, deje ese plato aquí porque es que soy completamente idiota y me encanta estar rodeado de huesos de alitas y servilletas grasientas". Vamos, hasta los Fox sospecharían.

Sólo queda un segundo, pero hay una tercera posibilidad, esta vez inspirada en el famoso experimento de Don Simons, de la Universidad de Cornell (Psycological Science, 7:301). Dos estudiantes están hablando en el césped de la Facultad. Cuando la conversación está en lo mejor, dos empleados de mantenimiento -digamos Pepe Gotera y Otilio- pasan por medio con una puerta enorme. Uno de los estudiantes, que estaba conchabado con el doctor Simons, se larga escondido tras la puerta, y es sustituido por un tercer estudiante que había venido escondido en el mismo sitio. Finalizada la interrupción, el estudiante pardillo sigue hablando con su compañero como si nada hubiera pasado. ¡Por increíble que parezca, casi nadie se da cuenta del cambiazo! Usted podría hacer lo mismo y largarse con Pepe Gotera y Otilio (y la fórmula, claro) mientras Don Simons se queda en la mesa de la terraza para recibir los golpes de los hermanos Fox. Brillante, pero no se puede organizar en un segundo.

Su tiempo se ha acabado. Los Fox ya están en su mesa y le han quitado la fórmula. Pero tal vez no todo esté perdido. El neurobiólogo Yadin Dudai, del Instituto Weizmann de Rehovot (Israel), publicó la semana pasada el truco que puede salvarle (Science, 301:1102). El equipo de Dudai había enseñado a las ratas de su laboratorio a asociar cierto sabor con un molesto dolor de tripas. Las ratas son muy buenas memorizando sabores y, cuando éstos se asocian a una experiencia desagradable, el recuerdo permanece consolidado durante el resto de su vida. Pero hay una forma de borrarlo: se le ofrece a la rata el sabor en cuestión y, en el momento exacto en que el animal está sacando ese recuerdo del archivo, se le da una droga llamada anisomicina. El recuerdo, pillado por sorpresa al asomar la gaita, queda entonces suprimido para los restos.

La fórmula que Dudai le había escrito en la servilleta era la de la anisomicina, por supuesto. Los Fox le quitan la servilleta, se van al laboratorio, sintetizan la anisomicina y la prueban para ver a qué sabe. De inmediato, se olvidan de usted y de la maldita fórmula.

Bien, empecé esta serie de artículos con una receta para implantar falsas memorias en el cerebro, y me parecía de justicia terminar con otra para borrar las verdaderas. Feliz invierno interior.

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