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Reportaje:CRÓNICAS FRANCESAS / 4

Francia, Europa, Estados Unidos

Mientras que Charles de Gaulle, en los años sesenta, pensaba conseguir o mantener la autonomía francesa oponiéndose a las Naciones Unidas y a las instituciones europeas, en la actualidad, el también presidente francés, Jacques Chirac, hace lo contrario para obtener el mismo objetivo; es decir, la mejor forma de preservar la capacidad de autonomía estratégica de Francia consiste precisamente en insertarla en el diseño global de la ONU.

Director de una de las mejores revistas políticas francesas, Commentaire, editorialista asociado a Le Monde, Jean-Claude Casanova ha publicado recientemente en dicho diario un largo artículo sobre la política exterior francesa: De Charles de Gaulle a Jacques Chirac.

De ese trabajo -que no tiene desperdicio, estése o no totalmente de acuerdo con las ideas expuestas- quiero destacar un párrafo que me parece esclarecedor de algún aspecto de la actual crisis entre Francia y Estados Unidos, con ocasión de la guerra americana en Irak.

"Paradójicamente", escribe Casanova, "las posiciones doctrinales se han invertido. De Gaulle afirmaba la soberanía de las naciones contra todas las formas de integración atlántica y europea. De los que soñaban en una cooperación internacional decía: 'Sé muy bien que ciertas pobres gentes pretenden sustituir la fuerza por la política. Nunca se hace política si se renuncia a la fuerza'. Con la ONU no era más amable: 'No le reconocemos ningún derecho de arbitraje ni de jurisdicción... ninguna capacidad para dictar la ley...".

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Podría añadirse que De Gaulle siempre llamaba despectivamente a la ONU, Le Nachin. O sea, el Chisme.

Y Casanova concluye así este párrafo de su artículo: "Hoy ocurre todo lo contrario. Jacques Chirac habla como el presidente Wilson y George W. Bush como el general De Gaulle".

La fórmula es brillante y pone el dedo en algo importante. Pero habría que añadir algún matiz, alguna precisión.

Admitamos que Chirac habla como Wilson, o sea en nombre de unos principios morales de política internacional. Pero si habla así es para conseguir los mismos objetivos que se proponía De Gaulle cuando hablaba como George W. Bush habla ahora. Lo que quiere decir que uno y otro -Chirac y De Gaulle- perseguían el mismo fin: mantener abiertas las puertas de una autonomía estratégica para Francia.

En los años 60 del siglo pasado, De Gaulle pensaba conseguir o mantener dicha autonomía oponiéndose a la ONU y a las instituciones europeas, o distanciándose de éstas en determinados aspectos y durante cierto tiempo, por considerar que unas y otra eran demasiado dóciles al dictado de EE UU.

Chirac piensa hoy, habida cuenta de los cambios producidos en el mundo, que la mejor forma de preservar la capacidad de autonomía estratégica de Francia consiste precisamente en insertarla en el diseño global de Naciones Unidas. Pero el objetivo es el mismo, a mi modo de ver. Pese a que no sean personajes históricos comparables, claro está; pese a que la legitimidad de Chirac sólo es democrática, no carismática; pese a la diferencia de métodos, impuesta por la de los tiempos vividos, parece posible establecer una continuidad entre ambas políticas internacionales.

La V República

En la historia de la V República, Chirac goza de una situación particular. En las elecciones presidenciales del año pasado, fue el candidato de la derecha que menos votos obtuvo, en la primera vuelta, a lo largo de este periodo. En la segunda, fue sin embargo elegido finalmente con el mayor porcentaje de votos que haya obtenido cualquier otro presidente. Ni De Gaulle nunca obtuvo tantos.

Pero esa mayoría de más del 80% era, naturalmente, muy heterogénea. En realidad, Chirac fue elegido ante todo con votos de la izquierda, atraídos por su figura, y no por su programa, por el hecho de oponerse al candidato de la extrema-derecha xenófoba y fascistoide, Le Pen.

Un año después, cuando se produce la crisis en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas con ocasión de la determinación unilateral americana de no esperar a que se conocieran los informes definitivos de los inspectores de la comunidad internacional acerca de las armas de destrucción masiva en Irak; cuando Chirac adopta una postura crítica y de abstención, su popularidad crece aún más entre los ciudadanos franceses.

No hubo votación, ciertamente, pero los sondeos repetidos dieron a conocer un apoyo masivo de los franceses a la política del presidente. Ahora bien, esta mayoría aplastante de la opinión era todavía más heterogénea que la mayoría presidencial. Se mezclaron en dicha ocasión -y ello se puso de manifiesto en las consignas y pancartas de las manifestaciones multitudinarias que entonces se produjeron- las opiniones más diversas, y hasta contradictorias.

A fin de cuentas, la mayoría de Chirac -más amplia que la de su propio Gobierno, desde luego, pero ello es coherente con el sistema presidencialista francés- es amplia pero frágil. No puede vivir de las rentas, necesita renovarse y encontrar nuevos motivos de adhesión popular.

En el ámbito de la política interior, el efecto aglutinador que produjo en torno a Chirac la aparición brutal de Le Pen, vencedor del candidato de la izquierda, dicho efecto se atenúa con el tiempo. Y con el manejo hábil que hace el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, tanto en la práctica como en la retórica, de los temas candentes de la seguridad ciudadana.

Por otra parte, ninguno de los problemas sociales suscitados por los planes de reforma del Gobierno ha sido resuelto definitivamente. Alguno ha sido limitado, otros aplazados. Volverán a surgir este otoño.

En el ámbito de la política internacional, la aprobación masiva a la postura diplomática del presidente Chirac y de su brillantísimo ministro de Exteriores, también necesita renovarse y desplegarse positivamente. No se trata hoy tan sólo de oponerse, ni es fácil rentabilizar políticamente los aciertos de aquella oposición. Hoy es necesario que Francia presente un plan concreto de reformas en la ONU, y ante todo en el Consejo de Seguridad. Hoy es necesario que Francia consiga reunificar y hacer coherente la política exterior europea, si pretende romper el relativo aislamiento de su posición en el tablero internacional.

Ésta es, precisamente, la cuestión fundamental. ¿Está hoy Francia -o sea, su presidente, su Gobierno, sus instituciones, su prensa, su intelectualidad, su sociedad civil- en condiciones de imprimir un nuevo dinamismo al proyecto europeo?

Algunos de los datos que pueden manejarse para dar respuesta a esta interrogación decisiva son preocupantes.

A comienzos de este año, por ejemplo, cuando se celebró el cuadragésimo aniversario del tratado De Gaulle-Adenauer, que sella la reconciliación franco-alemana, no puede decirse que el presidente Chirac diera pruebas de una sensibilidad europeísta muy evidente, ni muy atinada.

Cierto que el acontecimiento era importante y que había que celebrarlo. Cierto también que la ocasión de presentar la posición conjunta de Francia y de Alemania en la cuestión de Irak no podía ser desperdiciada. Pero ¿cómo es posible que se cometiera la torpeza de presentar dicha posición franco-alemana sin consultar con los demás países europeos, y muy particularmente con los nuevos países del Centro y del Este de la vieja Europa, en vías de adhesión a la Unión?

¿Cómo es posible que se abriera ese flanco a la operación de diversión y división montada por el Departamento de Estado, con la ayuda de correveidile del presidente Aznar, que condujo a la Carta de los Ocho? ¿Cómo es pensable que, después, en lugar de intentar corregir inmediatamente esa torpeza, persistiera Chirac en su arrogante actitud, leyendo con acrimonia la cartilla a aquellos países?

Una semejante perseverancia en el error es digna de asombro y de inquietud.

Esta peripecia ha puesto de relieve, por los hechos en sí mismos, y por la escasa repercusión crítica que han tenido entre los ciudadanos franceses, la ausencia de pasión política europeísta.

Sin duda, sobre todo para los jóvenes franceses, Europa es una vivencia, una convivencia incluso: viajes, intercambios universitarios, músicas y estilos de vestir compartidos -aunque a menudo sean de origen norteamericano- usos comunes de la misma moneda, de los mismos valores subliminales, todo ello ha ido creando un espacio vital y cultural profundamente europeo, pero el reflejo, la traducción política de esa realidad indiscutible no llega a cuajar como fuerza material.

La causa de esa ausencia de manifestación política de un deseo de Europa, de una práctica europea, sobre todo entre los jóvenes, está principalmente en el desinterés por los temas europeos de la inmensa mayoría de los partidos y dirigentes políticos franceses.

Durante las últimas elecciones presidenciales, el único candidato que incluyó las cuestiones europeas en su programa y en su campaña electoral fue François Bayrou, hombre del centro democrático, en lucha constante por mantener su autonomía y una relativa pero evidente capacidad de crítica dentro del conglomerado de la mayoría presidencial actual.

Esta mayoría, tanto en su vertiente gaullista como en su vertiente de derecha tradicional, nunca ha sido europeísta. Ha ido amoldándose a la realidad del mercado único, cuyas ventajas han ido haciéndose evidentes, tanto en el terreno de la Política Agraria Común, como en el terreno de los intercambios comerciales.

Falta de entusiasmo

Ha ido resignándose a los aspectos políticos de ese proceso económico, sin excesivo entusiasmo.

Por su parte, la izquierda francesa -salvo honrosas excepciones individuales: Michel Rocard, Jacques Delors, Pascal Lamy, etcétera- tampoco ha demostrado capacidad imaginativa para abordar los temas europeos y darles un contenido innovador.

En esto reside precisamente uno de los fallos mayores del programa de la izquierda, en su incapacidad para hacer de las cuestiones europeas un tema esencial de debate y de movilización.

Ahora bien, con ser importantes los datos brevemente enunciados aquí, la mayor dificultad para que la política francesa consiga impulsar con nuevo dinamismo el proyecto europeo, reside en un hecho muy peculiar.

Y es que, contra sus intereses nacionales a corto plazo y vista gorda, Francia necesitaría potenciar radicalmente el papel de Alemania, su aliado fundamental, hoy por hoy, en la empresa europea.

Por su situación geográfica; por su experiencia de ambos totalitarismos del siglo XX en su propio territorio; por su esfuerzo colectivo de ajuste de cuentas con su propia memoria histórica; por su estructura federal; por su posición arriesgada, pero también privilegiada, en la alianza de la guerra fría con EE UU; por varias razones más que podrían seguir siendo enumeradas, la República Federal Alemana debería ahora, saliendo de la fase de inhibición autocrítica, indispensable hasta anteayer, pero que puede hoy convertirse en una coartada de irresponsabilidad, asumir plenamente un papel de liderazgo europeo.

A esa toma de conciencia es indispensable que Francia aporte una contribución decisiva, para acelerarla y darle eficacia operativa.

En la larga y compleja historia europea de la alianza franco-alemana, ha llegado probablemente la hora de que ambos países se ayuden mutuamente a desarrollar el papel de Alemania, a darle más peso específico, más densidad política.

No parece muy verosímil que se abra fácil y rápidamente esa perspectiva. Porque no es fácil intuir quién, en Francia, cuál de los líderes políticos actuales, sería capaz de acometer semejante empresa.

Pero si no se acomete va a ser penoso resolver el restablecimiento de la alianza atlántica, mediante la reunificación estratégica de la nueva Europa. O sea, de la vieja Europa renovada por su ampliación y su determinación positiva.

Mañana: ¿Izquierda atónita o atónica?

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