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Reportaje:CARTAS FRANCESAS / 1 | LECTURA

El desvanecimiento de la lucha de clases

Sólo en los países modernos ha habido lucha de clases. Las últimas movilizaciones en Francia, en su abrumadora mayoría, han sido las de los trabajadores que no buscaban una lucha global de ruptura, sino que sus batallas eran para conservar derechos adquiridos.

Dijo algún día Friedrich Engels, hace ya siglos -bueno, no tanto: a fines del XIX- que Francia era el país donde la lucha de clases había desarrollado su forma clásica o canónica. O sea, polarización de todas las capas sociales intermedias en torno a la burguesía y el proletariado; reagrupación en torno a éste de los segmentos pauperizados de las clases medias y del campesinado; centralidad en todas las luchas del movimiento obrero, de su perspectiva histórica como clase, de sus aspiraciones globales, etcétera.

Y Marx, por su parte, se esforzó en demostrar la verdad de tan tajante aserto en algunos de sus ensayos más agudos y mejor escritos, dedicados precisamente al análisis de las luchas sociales en Francia a lo largo de aquel siglo.

No han sido batallas para reformar un estatuto injusto sino para conservar un estatuto de privilegio
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En Francia se han movilizado los trabajadores de 'cuello blanco' que no afrontan el riesgo del despido
Desde 1968, la crisis de la democracia francesa se ha ido agudizando inexorablemente
La derecha francesa conduce la realización de sus planes de reforma sin tener en cuenta a los sindicatos
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Cartas francesas
Un movimiento radical pero arcaico
Francia, Europa, Estados Unidos

Hoy podría decirse lo mismo, sólo que al revés.

Hoy podría decirse que Francia es el país -sobra añadir moderno, puesto que sólo en los países modernos ha habido lucha de clases, lo que se llama lucha de verdad y entre clases auténticas, conscientes de serlo, asumiendo que lo son- el país, pues, en que el proceso histórico, en marcha desde hace decenios, inexorable, de alcance universal, de la desaparición, descomposición o desvanecimiento de la lucha de clases adquiere su forma clásica; es decir, depurada, paradigmática.

Afirmación perentoria, inexacta, se me dirá tal vez, o en todo caso exagerada. ¿No ha conocido Francia, estos últimos tiempos, luchas sociales intensas, prolongadas, radicales?

Las ha conocido, en efecto. Pero conviene examinar detenidamente de qué tipo de luchas se trata, con qué objetivos. Conviene establecer con claridad qué capas asalariadas se han puesto en movimiento, cuál era y es su perspectiva global.

Desde hace largos meses, se han movilizado en Francia, mediante paros, huelgas parciales, manifestaciones y protestas callejeras periódicas, casi rituales, centenares de miles de asalariados.

Se han movilizado los profesionales de la enseñanza, sobre todo de primaria y secundaria. Se han movilizado asimismo los empleados de los servicios públicos: ferrocarriles, transportes urbanos, gas, electricidad... Se trata, por tanto, en su abrumadora mayoría, de asalariados cuyo estatuto social es el de funcionarios o se asemeja a éste.

Se han movilizado, pues, más bien los trabajadores de cuello blanco que no afrontan el riesgo del despido, cuyos estatutos sociales -en lo que se refiere a la asistencia médica, el seguro de paro, a los derechos de jubilación y de pensión- son prácticamente intocables.

Y se han movilizado, en realidad, no en una batalla central y unificadora acerca del precio de la fuerza de trabajo, del salario, o acerca de la organización social de dicho trabajo en general (horarios, ritmos, productividad, etcétera), o sea, en una lucha global de ruptura y perspectiva, sino en una batalla por conservar derechos adquiridos (es decir, conquistados antaño).

No depende esta constatación quitarle hierro, ni mérito, ni utilidad a las movilizaciones de estos últimos meses en Francia. Pretende situarlas objetivamente en su contexto y su contenido real. Pretende hacer comprender que no han sido batallas por transformar o reformar un estatuto social injusto y obsoleto, sino batallas por conservar un estatuto -sin duda merecido- de privilegio.

Como dice el sociólogo Michel Wieviorka en un artículo reciente del diario Libération, el principal objeto de aquellas luchas ha sido la defensa de un modelo de integración social, cultural y política.

Modelo, añado por mi cuenta, heredado de un Estado de bienestar hoy en fase de crisis terminal.

Conviene, por otra parte, analizar el contenido político real de estas batallas sociales de retaguardia. No basta que hayan sido libradas contra un gobierno de derechas para que dicho contenido sea de izquierdas.

En primer lugar, hay que reacordar que la lucha en el sector de la enseñanza (lucha, por añadidura, cuasi permanente, endémica, a lo largo de los últimos decenios, ejemplar, en cierto modo, del tipo de luchas actuales) tuvo uno de sus periodos anteriores de auge durante el quinquenio de gobierno de la izquierda plural. Ya tuvo Claude Allègre, uno de los ministros más clarividentes, pero menos cautos o diplomáticos de Lionel Jospin, que replegarse ante la repulsa gremial y masiva de sus planes de reforma del sistema educativo.

Reforma que todos los estudiosos y especialistas en Francia reconocen necesaria y urgente, pero que nadie se atreve a cometer. Y la izquierda aún menos que la derecha, puesto que los cientos de miles de funcionarios del sistema educativo constituyen, o constituían, una de las bases electorales de aquélla. Reforma que es una de las cuestiones cruciales del porvenir de Francia, como lo es en todos los países desarrollados, y por esto mismo sometidos a las presiones crecientes de la demografías, de los flujos de inmigración y de la revolución tecnológica.

Los intentos de Allègre

A fin de cuentas, el ministro Allègre tuvo que ser sustituido -como lo han sido y lo serán todos los ministros que intenten hacer algo- para que las revueltas aguas corporativas volvieran a su cauce habitual de estancamiento malhumorado, de inmovilismo autodestructor.

O sea, para decirlo pronto y bien, en este sector de la Enseñanza -pero lo mismo o algo parecido podría decirse de los demás sectores de las empresas públicas y del capitalismo de Estado- las luchas de estos últimos meses no se han desarrollado contra la derecha sino contra la reforma.

Ciertamente, el hecho de que la derecha esté en el poder no deja de tener sus consecuencias.

Y es que la derecha francesa -duramente reunificada en un solo partido, poco apto y poco dispuesto a tolerar corrientes y matices en su seno- conduce la realización de sus planes de reforma sin tener muy en cuenta las opiniones sindicales interesadas, y ello pese a las repetidas proclamaciones del presidente Chirac, que maneja como un molido de rezos la palabra "diálogo".

Todo esto me incita a volver sobre el artículo ya citado del sociólogo Michel Wieviorka.

Afirma éste que el actual movimiento social en Francia "adquiere el perfil de una serie dispar de movilizaciones a menudo esporádicas, limitadas a objetivos concretos, y por lo esencial incapaces de proyectarse hacia el porvenir, a no ser en marcha atrás...".

A esta conclusión demoledora llega Wieviorka analizando el proceso histórico que se sitúa, también a mi modo de ver, en el centro de la cuestión social de los países industriales modernos, en nuestras democracias de masas y de mercado: el proceso de descomposición o desvanecimiento de la lucha de clases.

Así dice Wieviorka: "En la época del apogeo del movimiento obrero, en los años cincuenta o sesenta, una reivindicación incluso parcial podía tener un alcance sumamente general, y las luchas incluso defensivas podían inscribirse en proyectos inventivos de un mundo nuevo, en el seno de una contestación de conjunto, volcada de una u otra forma hacia el porvenir.

Está claro que las luchas sociales en la Francia de hoy están ya muy lejos de dicho modelo. "Las luchas de antaño", añade Wieviorka, "obreras o no, establecían su unidad en la referencia al movimiento obrero, en la puesta en entredicho global del capitalismo, en visiones utópicas del porvenir...".

En ningún momento, estos últimos meses, en ninguna de las frases, incluso las más combativas, de la lucha de los profesionales de la enseñanza, que pueden considerarse emblemáticas, ha habido referencia alguna al movimiento obrero, ni puesta en entredicho global del sistema capitalista.

Y no podía haberla, porque tal no era su objeto; porque hoy, si se me permite por un segundo reutilizar el lenguaje marxista tópico, la vanguardia del movimiento social sólo consigue proponerse tareas de retaguardia, para asegurar la retirada de los trabajadores hacia el campo atrincherado de los derechos adquiridos.

Entretanto, en el frente de lucha donde se plantean, más o menos solapadamente, los verdaderos problemas de la sociedad, y de la clase en su conjunto -por muy irremediablemente fragmentada que ésta se encuentre hoy con reivindicaciones sólo sectoriales o gremiales- en el frente de lucha, pues, contra la reestructuración permanente de la productividad del trabajo que se desarrolla mediante un proceso de continua transformación del sistema del Capital; reestructuración que se traduce en la racionalización salvaje del empleo, mediante despidos masivos eufemísticamente denominados "planes sociales"; en dicho frente sólo se han producido en Francia manifestaciones espontáneas y anárquicas de cólera destructiva, sin cohesión ni apenas solidaridad que fuera más allá de la compasión, y que, en todo caso, no han impedido hasta hoy ni un solo despido en las empresas del capital privado.

Aunque no aparezca nunca en un primer plano de los análisis meramente políticos, dicha volatilización de la clase obrera, de su papel histórico tradicional de referencia y de motor del movimiento social en su conjunto, debe situarse, a mi modo de ver -de forma, claro está, más completa, compleja y documentada de lo que aquí y ahora puede hacerse- en el meollo mismo de un diagnóstico sobre la fase actual de la crisis de la democracia parlamentaria en Francia.

Radicalización

En los años treinta del siglo XX, dicha crisis provocó en este país, como en toda Europa occidental y central, una radicalización de las capas sociales arruinadas por la recesión global, y brutal, del sistema capitalista que comenzó en 1929. Los movimientos extremistas de izquierda y de derecha -igualmente enemigos, no se olvide jamás, de la democracia parlamentaria, calificada por los primeros de "formal" o "burguesa", y por los segundos de "inorgánica" o de "judeo-bolchevique"- crecieron y se enfrentaron, incluso con las armas en la mano, en Austria y España particularmente.

Esa fase de la crisis aguda de la democracia parlamentaria encontró provisionalmente en Francia una solución positiva con la alianza y la victoria electoral del Frente popular.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el movimiento obrero consiguió en Francia, al calor de la victoria antifascista, logros históricos. La especificidad europea del Estado de bienestar se desarrolló entonces de forma significativa. Pero bien pronto, la guerra fría, con el enfrentamiento nuclear consiguiente, la glaciación sectaria de los partidos comunistas occidentales, y muy particularmente del francés; y en segundo lugar, los conflictos surgidos del proceso de descolonización, todo ello acabó agudizando nuevamente la crisis de la democracia parlamentaria en Francia.

Para esta nueva profundización de la crisis, la sociedad francesa encontró la solución del "gaullismo", modernizadora en cuanto a la estructura capitalística, y autoritaria en cuanto a la forma presidencialista de ejercer el poder democrático.

Desde 1968, revuelta política sin mayor trascendencia en lo que concierne a las instituciones de la V República -en las cuales la izquierda ha acabado sumiéndose y tal vez consumiéndose-, pero auténtica revolución cultural, la crisis de la democracia francesa se ha ido agudizando inexorablemente.

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