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Reportaje:CARTAS FRANCESAS / 2

¿Dónde va Francia?

Volver a leer a Trotski y echar enseguida un vistazo a la situación de Francia hoy permite comprender la profundidad de los cambios que se han producido en la sociedad francesa. Primero, su pronóstico de agotamiento del capitalismo no se ha producido; segundo, los autocalificados partidos obreros no tienen la influencia

A mediados de los años treinta del siglo pasado, Trotski publica una serie de artículos que reúne luego bajo el título ¿Dónde va Francia? Vamos a hacernos la misma pregunta que él.

Ya se sabe que el líder bolchevique, expulsado de la Unión Soviética en 1929, se instala en Francia después de un breve exilio en Prinkipo (Turquía). De 1933 a 1935, fecha en la que es expulsado de nuevo hacia Noruega, Trotski es un atento observador y analista minucioso de la vida política francesa, que ya había estudiado y conocía muy bien (tal vez por recordar los textos de Marx y Engels subrayando el carácter paradigmático de la lucha de clases en Francia).

En cualquier caso, es sobrecogedor, cada vez que uno se ve obligado a sumergirse, aunque sea brevemente, en el pasado miserable y glorioso del comunismo, sabiendo en qué desastre ha terminado -"admirable secreto abominable", ha dicho con acierto y certeza Octavio Paz-, es sobrecogedor, pues, comprobar hasta qué punto el grupo de intelectuales-militantes que se reúnen en torno a Lenin, en 1917, es de una altura cultural y política incomparable, a pesar de los desacuerdos, desavenencias y rencillas de exilio y de enfoque estratégico que Stalin utilizará más tarde para dividirlos, domesticarlos o exterminarlos.

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En la Francia de hoy se ha agotado el ciclo de lo que Trotski habría calificado como bonapartismo gaullista
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Digo esto al volver a leer los apasionantes artículos de Trotski que éste reúne en un volumen, en 1936. Tratan de la situación francesa en aquella época crítica de los escándalos financieros (el de Stavisky, por ejemplo), del auge impresionante de los movimientos extremistas contra la democracia parlamentaria (intento de golpe de Estado del 6 de febrero de 1934), que provoca sucesivas y traumáticas crisis de los gobiernos burgueses, época, por último, de la recomposición de la unidad obrera que hizo posible la alianza social y electoral del Frente Popular.

Al escribir para Alain Resnais, hace ya 40 años -¡Dios nos coja confesados!-, el guión de su película Stavisky, consulté la documentación histórica pertinente. Sobre todo, los miles de páginas de los informes elaborados por sendas comisiones del Parlamento sobre la intentona fascistoide del 6 de febrero y sobre el affaire Stavisky.

Es un material histórico de una extraordinaria riqueza, pleno de episodios y personajes dramáticos. A pesar de ello, no abundan las obras literarias o teatrales, por no hablar de las cinematográficas, que hayan abordado esa temática. Personalmente, sólo recuerdo una novela de André Chamson, La Calère. Pero es una extraña especificidad francesa: su cine, su literatura, su arte en general, rehúye o por lo menos se resiste a una reconstrucción, ya sea épica o crítica, de los momentos conflictivos de la historia nacional: aquellos en que los franceses se oponen entre sí radicalmente.

Un solo ejemplo

Un solo ejemplo: ¿en cuántas películas francesas se han abordado con rigor y talento los problemas de la guerra de Argelia, los desmanes y delitos de la violencia colonial y de la tortura, presentes en ambos bandos, como es lógico? Bastaría comparar con la producción americana relativa a la guerra de Vietnam para comprobar que es éste un problema real, siendo como es Francia una vieja democracia.

En todo caso, fue en el contexto de aquel trabajo de documentación histórica sobre la época de Sacha Stavisky cuando leí por primera vez los artículos de Trotski reunidos en el volumen ¿Dónde va Francia? Y cuando decidí hacer de él un personaje, fugaz pero emblemático, de la película.

Era tentador, en efecto, oponer al personaje de Stavisky, judío de origen ruso, desarraigado y aventurero -que se opone a la sociedad burguesa conquistándola cínicamente por el camino de su propia corrupción-, el de Trotski, judío ruso universalista y militante -que se opone a la sociedad burguesa con el sueño de cambiarla radicalmente, asumiendo de ella solamente su pasado cultural-.

Pero el definitivo guiño del destino para incluir a Trotski en aquel guión me lo hizo un dato descubierto en los archivos. El inspector de policía que tuvo el encargo de vigilar y proteger a Trostki durante su exilio en Francia fue asimismo uno de los encargados de elucidar el caso Stavisky. ¿Cómo resistir a semejante coincidencia?

Pero más que aquel lejano pasado cinematográfico, sobre el cual aún podría contarse mucho, con el evidente riesgo de dar a estas cartas francesas un tono demasiado egotista, lo que aquí importa es la visión de Trotski sobre la crisis francesa de los años treinta.

¿Dónde va Francia? se pregunta el dirigente bolchevique exiliado y derrotado; y no sólo por las malévolas maniobras de Stalin, también por el curso objetivo de la historia. Su respuesta es inequívoca. Francia está en camino acelerado hacia la revolución proletaria. O hacia el fascismo, cuya variante francesa Trotski designa con el nombre de "bonapartismo", por esa vieja manía bolchevique de buscar todas sus metáforas políticas en la historia de la Revolución Francesa.

De hecho, piensa Trotski, la revolución proletaria está madurando tanto en la espesa objetividad de la crisis del capitalismo como en la toma de conciencia de las masas. El único obstáculo serio al avance del proceso revolucionario -más serio que el propio poder policiaco, estatal, de la burguesía- es el oportunismo de los partidos obreros reformistas, o sea, el partido socialista y el partido comunista estaliniano.

Todos los artículos de Trotski, brillantes en su expresión literaria -de Karl Marx o León Blum, pasando por Trotski y Bujarin, Bernstein y Martov, ¡qué extraordinarios periodistas han sido los intelectuales de las diversas corrientes del movimiento obrero, mientras hubo corrientes y hubo movimiento!-, demoledores en su aspecto polémico, sutiles e informados en sus facetas analíticas, todos ellos adolecen de dos defectos típicos del pensamiento posleninista.

Por un lado, dan por sentado que el capitalismo mundial ha entrado en una fase de crisis terminal, incapaz ya no sólo de resolver los problemas de los trabajadores y de las capas medias, sino incluso de renovar sus propias fuerzas productivas, definitivamente agotadas.

El segundo defecto, corolario en cierto modo de esa visión apocalíptica de la historia económica, reside en la convicción absurda, idealista, pero sin cesar repetida y machacada, de que todo es posible, de que la victoria proletaria está al alcance de la mano, al alcance de la voluntad decidida de una nueva dirección revolucionaria internacional -la de Trotski y los suyos, claro está- que rompa abierta y tajantemente con el oportunismo de los partidos obreros tradicionales.

Pero, se me dirá, ¿para qué recordar aquellos artículos de Trotski si, aparte de su interés histórico y literario, resulta que sus orientaciones estratégicas no nos sirven hoy para nada? ¿De qué nos sirve hoy, en efecto, el constante llamamiento a crear milicias armadas proletarias como única respuesta eficaz a la violencia de la extrema derecha fascistoide, que Trotski denomina "bonapartista"?

Recordar los artículos de Trotski de los años treinta del siglo XX, además de darnos una pregunta que sigue siendo válida, porque en Francia sigue desarrollándose la crisis de la democracia parlamentaria y hay que seguir indagando en esa cuestión, tiene, a mi modo de ver, un doble interés.

En primer lugar, ello nos permite medir con precisión los cambios históricos que se han producido, tanto en las condiciones de vida de la clase obrera como en el papel que ésta desempeña en la sociedad moderna.

Llamar al armamento del proletariado era una consigna discutible en los años treinta, y podían preferirse otras estrategias de lucha de masas, desde luego. Pero no era, dada la situación concreta, dada la relación real de fuerzas sociales, dado el auge del movimiento de unidad obrera, no era una consigna absurda, ni provocadora, como lo sería hoy. Al fin y al cabo, en 1934, en Asturias y en Viena, las milicias obreras se habían opuesto con las armas en la mano a las fuerzas de la reacción.

Volver a leer a Trotski y echar enseguida un vistazo a la situación francesa de hoy, comparar el paisaje social que Trotski evoca y analiza y el que hoy podemos contemplar y analizar, permite comprender sin necesidad de mucho esfuerzo la profundidad de los cambios que se han producido en la sociedad francesa.

Diré telegráficamente en esta carta de hoy cuáles son los principales y cuál su profundidad.

Salta a la vista, en primer lugar, que el previsto y pronosticado agotamiento del capitalismo no se ha producido. Y no sólo no se ha producido, sino que, muy al contrario, el sistema mercantil-capitalista se ha inventado, incluso sin el acicate de la lucha de clases, nuevas formas de existencia, de dominación mundial, de producción de plusvalía relativa, o sea, más dependiente de la productividad, de la revolución tecnológica, del saber incorporado al proceso de producción, que del tiempo de trabajo vivo arrebatado al trabajador.

La verdad es que, a su manera, con los datos de su época, esto ya lo había previsto Eduardo Bernstein, condenado como revisionista a finales del siglo XIX por los defensores de la ortodoxia marxista. Pero es que, en el terreno del análisis económico, desde Bernstein hasta hoy, siempre han tenido razón los revisionistas o reformistas, para darles el nombre que de verdad les conviene, aunque muchos de ellos no se atrevan aún a reivindicarlo.

En segundo lugar, otra de las diferencias esenciales con la época que Trotski analiza en sus artículos de los años treinta es la desaparición de los partidos que se autocalificaban como partidos obreros. Ni electoralmente, ni, sobre todo, socialmente, tienen dichos partidos la influencia que tuvieron en aquella época, lo cual significa que la mayor parte de los movimientos de lucha todavía visibles se producen al margen de ellos, a pesar o incluso contra su voluntad.

El tercer rasgo diferencial, pero está claro que es lo esencial, lo que determina en última instancia todo lo demás, es precisamente el desvanecimiento de la lucha de clases, que me parece ser la característica primordial de la actual realidad de la situación social en Francia.

Otro motivo de interés tienen, sin embargo, los artículos de Trotski. Y es que el momento en que los escribe es el momento en que se elabora la estrategia del entrismo, a saber, de la infiltración de otras organizaciones obreras o revolucionarias, por los militantes de la IV Internacional.

La vieja táctica

El entrismo es una vieja táctica bolchevique de utilización ilegal de todas las posibilidades legales. (Algún día, tal vez, Santiago Carrillo, último superviviente de la reunión de 1948, nos explicará detalladamente cómo Stalin impuso a los dirigentes comunistas españoles -y en verdad, fue una orden totalmente positiva- la táctica del entrismo en los sindicatos verticales franquistas, acabando con la lucha guerrillera, costosa y estéril; táctica de la que surgen, años más tarde, las comisiones obreras).

Pero el entrismo trotskista de los años treinta se desarrolla en otro contexto y tiene otros objetivos. Y es, sin duda, el único éxito que puede apuntarse desde entonces la descendencia política de Trotski. Es difícil, en efecto, encontrar una organización de la sociedad burguesa, cualquiera que sea su cometido, económico, social o directamente político, y cualquiera que sea el país en que desarrolle sus actividades, en donde no se encuentre algún antiguo trotskista de una de las muchas sectas de aquella tendencia. Hasta en el entorno de la camarilla de Bush puede encontrarse alguno.

En todo caso, si nos conviene volver a hacernos hoy la pregunta de Trotski, ¿Dónde va Francia?, nos conviene también olvidar inmediatamente la respuesta que daba el líder bolchevique: la Francia de hoy, en fase de recesión económica, desarbolada la izquierda tradicional, victoriosa en las urnas una derecha sin ideas ni fuste, no se encamina ni hacia la revolución ni hacia el fascismo. Se ha agotado el ciclo de lo que Trotski habría calificado como "bonapartismo" gaullista, en efecto. Y el partido socialista no parece, hoy por hoy, capaz de reinventar un reformismo que se oponga victoriosamente a las tentaciones radicales, pero arcaicas, del movimiento extraparlamentario.

Mañana: Un movimiento radical pero arcaico.

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