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Enésimo desafío

Si los nacionalistas vascos van a perder su órdago separatista, tanto en un eventual referéndum en su Comunidad como en la votación del Congreso de los Diputados, ¿por qué entonces amenazan con el Plan Ibarretxe y reclaman el plebiscito que lo consagre? Quizá, quién sabe, porque no es tan seguro que fueran a perder. Un público acobardado, con ganas de que acabe la sangría, mecido en el biempensante qué hay de malo en ello y sin capacidad para distinguir entre la pregonada asociación y la real secesión..., podría inclinarse a dar crédito al lehendakari. Más probable resulta que lo decisivo de esta partida no es que se gane o se pierda, sino simplemente que llegue a celebrarse. Se habría sentado un precioso precedente, a saber, la proclamación de que Euskadi no es una sociedad heterogénea, sino algo así como un pueblo, y además un pueblo con derechos exclusivos... Pero más acertado aún parece suponer lo más sencillo de todo: que, en un sentido capital, ese plan ya está ganando por el mero hecho de haber sido propuesto.

Está ganando por el modo en que va a ser objeto predilecto de la atención pública. Casi todos los constitucionalistas señalarán cuantas incoherencias lo oponen a nuestra Constitución, como si no fuera justamente ese reto lo que se busca o no hubiera más y mejores razones contrarias que las jurídicas. Las múltiples condenas cosechadas, que animarán los simétricos aplausos de los equidistantes, han de servir para que el Gobierno vasco clame por su virginidad democrática mancillada. Digan lo que digan y aunque no lleguen a tanto, el resto de patriotas periféricos aprovecharán el tirón de los vascos, lo que es una forma oblicua de jalear su ruptura. Y, sobre todo, esos que han ido cediendo a cada uno de los embates nacionalistas de los últimos años, salvo que al fin tengan el coraje de desdecirse desde el principio, habrán de ceder de nuevo; todas esas almas cándidas o timoratas, tantos teóricos de congreso y rojos de cuarto de estar, tantos pacifistas que miran la política desde categorías evangélicas, ésos seguirán en su limbo confortable y lucrativo. Así es como el disparate dejará a muchos de parecerlo para convertirse en una demanda normal, otra más; algo que despertará por lo menos tantas presunciones a favor como en contra.

Con todo esto han contado las huestes de Ibarretxe a la hora de lanzar su desafío. Más aún: saben también que, si al final tocara retroceder, tanto habrán gesticulado ellos que "los españoles" hemos de contentarnos con que reculen un solo paso y no los otros noventainueve indebidos que les llevaron hasta la coyuntura presente. Repasemos su itinerario, cuajado de bravatas cada una de las cuales impensable desde la inmediata anterior: ¿acaso no ha sido ése el recurso habitual de su imparable progreso? Así que, una vez asumida buena parte del proyecto etarra, escucharán complacidos que lo primero es acabar con ETA (no con Batasuna, por Dios), como si muerto el perro se acabara la rabia y todo lo demás se les debiera dar por añadidura. Se sumarán al coro de las llamadas al diálogo, pero en cada dialogante verán un insolente provocador que les pide razones, fíjense, como si no fueran todas ellas legítimas. Y aplaudirán satisfechos los proyectos de reforma estatutaria que a toda prisa pergeñan ahora los socialistas, porque eso equivale a cierto reconocimiento tardío de culpa y saben que es como apagar su incendio con una meadita.

Cualquiera comprende que no hay otra respuesta a un tiempo digna y eficaz (y desanima el tener que reiterarlo) como no sea la unidad de los dos grandes partidos de ciudadanos. Digo de ciudadanos, porque al fin se percibe que los nacionalistas vascos no se consideran conciudadanos nuestros; invoco a los dos partidos, al menos mientras Izquierda Unida prefiera ingresar en la historia de España en el capítulo de sus ignominias. Se trata de ponerse a la altura de la alianza que ampara ya al adversario, esa unanimidad de creyentes en los mismos dogmas y miembros del mismo Pueblo escogido que está por encima de cualquier disidencia pasajera. Sólo otra unión de fortaleza parecida podría hacer frente a este envite sin defraudar, por cierto, ni a los que viven bajo amenaza ni a los muertos en el camino. Pues lo que nos va en ello no es un objetivo político como tantos, ni siquiera un proyecto u otro de organización territorial de España. Nos jugamos el triunfo o la derrota de concepciones etnicistas o democráticas, de emociones tribales o de razones universales y, en primera instancia, la garantía de una convivencia libre o la amenaza de otra sumisa en la Comunidad vasca.

¿Cómo llamar a la rebelión ciudadana sin el respaldo unitario de esos dos partidos? Lejos de ser desdeñable, el valor simbólico de este acuerdo sería infinitamente mayor que si ambas fuerzas coincidieran en igual política por separado. Ante propios y extraños, ante vascos, españoles y europeos, quedaría claro dónde acaba la tolerancia con ese nacionalismo y por qué son intolerables (precisamente por intolerantes) lo mismo sus premisas que sus pretensiones. Ahí residiría su valor didáctico para la entera ciudadanía. Pero también, si desean realismo, su potencia persuasiva frente a los secesionistas: puestos a negociar, ¿es que no gana más la parte que acude unida, y más aún la que permanece unida por principios y convicciones mejor que por meras razones estratégicas? Todo eso sería ya beneficio político neto, pase lo que pase en unas elecciones.

A poco que las cosas sean así, y por dirigirme a mis parientes políticos más próximos, los recelos del PSE para entrar en esa alianza suenan a excusas de mal pagador. Uno no acaba de entender su pavor al "seguidismo" o su intención de cultivar un "proyecto propio", si hace sólo año y medio declaraban en documento solemne que "no podemos ir cada uno por nuestro lado. La vida y la libertad son exigencias tan básicas, tan primarias y tan urgentes, que no admiten diferencias partidarias en la estrategia para alcanzarlas". A menos, claro, que se confíe tan poco en hacer valer sus diferencias naturales con el contrincante que a fin de distinguirse tengan que inventar diferencias artificiales. Motivos de disgusto con el PP no les falta, pero cuando le reprochan buscar la "confrontación" con el PNV, ¿acaso nos fue tan bien con una política de melindres o es que aún anda preguntándose si son galgos o podencos? Al repartir las responsabilidades por igual entre uno y otro, ¿habrán olvidado quién y con quién y contra quiénes suscribió el Pacto de Estella? Dado que nuestras democracias de competencia entre partidos se hallan esencialmente mediatizadas por las elecciones regulares, ¿guarda algún sentido acusar a la política del PP de "electoralismo", como si losdemás estuvieran libres de semejante pecado? Seguro que un encumbrado dirigente de los socialistas vascos se acuerda del énfasis con el que hace poco rechazaba ese acercamiento porque "nuestros votantes no lo entenderían" y libraba a su partido de todo quehacer en la educación política de sus propios militantes.

Con la que ahora mismo está cayendo entre el Gobierno y la oposición nada propicia en las altas esferas del PSOE esta alianza imprescindible. No duden de que Ibarretxe les quedará agradecido. Pero sea lo que fuere de sus muchas cuentas pendientes, y aunque resultara ella la principal acreedora, ¿no podría nuestra izquierda dejarlas para después? Esta izquierda autocomplacida, que parece vivir todavía de las rentas del antifranquismo y del "ser de los nuestros", ¿se dispondrá algún día a revisar alguna de sus certezas o cree que le basta exhibir su exquisita autoconciencia de demócrata y progresista para ser lo uno y lo otro? ¿Y si estuviera perdiendo su propia identidad a fuerza de consentir y alentar políticas identitarias tan ridículas como peligrosas? Esta izquierda desconcertada, que resistió la dictadura de entonces, ¿sabrá enfrentarse a la más encubierta dictadura nacionalista de ahora o seguirá anteponiendo la derrota de la derecha a cualquier precio?

Bueno, pues estén seguros de que ese precio lo pagaremos todos, y un precio más alto todavía quienes ya lo venimos pagando: nosotros, los ciudadanos vascos no nacionalistas.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco.

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