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Columna
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Puertollano

Cuando era niña viví algún tiempo en Puertollano. Mi padre y dos de mis tíos trabajaban en Repsol. El pueblo era pequeño, destartalado y sucio, ni siquiera pasaba el AVE por allí. La gente soportaba la contaminación igual que un hambriento tolera ese poco de arena dentro de su único bocadillo. Nadie se quejaba, todos sabían que aquello eran los efectos colaterales de la Prosperidad. La refinería constituía el alma de la ciudad. La infantil idea que yo tenía de los hombres que trabajaban a diario en el centro mismo del corazón de ese monstruo era la de unos valientes colosales que se enfrentaban con tareas delicadas y de mucho riesgo que requerían una extraordinaria habilidad manual y un exquisito cuidado que contradecía la visión de sus manazas tan toscas, viriles y fuertes. Mi opinión no ha cambiado.

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A mis tíos los retiraron jóvenes de su vida laboral, en la época de la reconversión industrial, dejándolos más o menos acomodados y con una larga vida por delante, llena de achaques y aburrimiento. Cuando empezaron los despidos y las jubilaciones anticipadas, yo pensaba en la cantidad de conflictos domésticos que generarían, porque las mujeres de los obreros no estaban acostumbradas a la presencia constante de sus maridos y, en poco tiempo, no sabrían qué hacer con ellos en casa.

Por la noche, desde algunos puntos de las carreteras que serpentean por el valle de la Alcudia, miraba fascinada desde el coche el enorme charco de humos y de luces rutilantes que era Puertollano desde la distancia. Pero no era la ciudad, sino la refinería la que brillaba. Una de mis tías decía que allí no hacía falta maquillarse, porque la contaminación lograba que todos pareciésemos perennemente bronceados. Y uno de nuestros vecinos aseguraba estoicamente: "¿Y para qué voy a dejar de fumar, viviendo en Puertollano?". La impresión general era que el día menos pensado todo estallaría por los aires, aunque, como de algo hay que morir, más valía que la bomba, por lo menos, nos hubiera dado antes de comer a todos.

Ahora puedo ver y sentir cómo flotan las luces del dolor por los muertos y heridos de Repsol en Puertollano. Ése es mi dolor también. Y no tiene ningún porqué. Ninguno.

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