¡Qué país...!
Dicen nuestros bancos centrales que el enemigo ya no es la inflación. Ahora nos enfrentamos al monstruo de la deflación. Todo parece confirmar que la vieja teoría de los mercados autorregulados no es más que una entelequia neoliberal. Abandonarse a los designios de la mano invisible del mercado es una auténtica locura (bueno, ya sabemos que esta mano es bien visible: las transnacionales y el Estado son los grandes planificadores contemporáneos).
El tipo de interés, uno de los precios fundamentales de cualquier economía, no se rige por criterios de oferta y demanda, sino por la decisión política de un grupo de gurús financieros paga-dos con fondos públicos. ¿Cómo salir del atolladero? El apoyo a los tipos bajos y la ausencia de políticas públicas de largo plazo han dejado un panorama desolador: la bonanza económica se ha ido por el sumidero del ladrillo (los nuevos planes de pensiones de la clase media han pasado a ser de cemento especulativo); somos uno de los países en los que menos se invierte en investigación, tecnología, educación o sanidad, bases sólidas para la construcción del futuro de una nación; nuestro modelo de crecimiento hace ya tiempo que depreda los recursos naturales nacionales (suelos, costas, acuíferos); tenemos una generación joven y preparada que estamos regalando a otros países (médicos, enfermeras, informáticos) o está subempleada (pedagogos o trabajadores sociales currando en la hostelería en lugar de ayudando a niños y ancianos). Déjenme confesarles que no creo en el mercado. ¡Qué país más kafkia!
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