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Reportaje:LA POSGUERRA DE IRAK | Muerte de un representante de la ONU

La pasión por el diálogo

Vieira de Mello trabajó por los derechos humanos durante 33 años y fue artífice de la independencia de Timor

Sergio Vieira de Mello (Río de Janeiro, 1948) encarnaba un secreto a voces en la diplomacia internacional: la gran calidad de la cantera brasileña. En toda su carrera ejemplificó la prioridad de la consecución de un compromiso, la búsqueda incansable de una situación de diálogo entre las partes implicadas y la constante supervisión para que la pequeña raíz de acuerdo que se hubiese logrado plantar llegase a ser un árbol bajo cuya copa cobijar los derechos humanos.

Las palabras de los muertos saben ser proféticas, y la de Vieira de Mello, en un artículo publicado en EL PAÍS el pasado 24 de abril -justo un mes antes, por tanto, de ser nombrado enviado especial de la ONU en Irak por el secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan- escribía: "La preponderancia militar de Estados Unidos y Reino Unido no debe inducirnos a pensar que la estabilidad internacional debe garantizarse por la fuerza".

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Cuando en 2002 fue nombrado Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, quiso dejar claro que tenía su propio marchamo, distinto al de su predecesora, Mary Robinson: "Yo soy yo, Sérgio Vieira de Mello, y mis circunstancias". Y nunca ocultó que, pese a ser "un funcionario internacional dependiente, mi corazón sigue siendo brasileño". Mostró una alegría brasileña, aunque discreta como cumple en la forma, por el ascenso de Lula a la presidencia de su país: "Mientras un solo brasileño tenga hambre, debemos sentir vergüenza. Esto es tomar conciencia de la propia responsabilidad".

Padre de dos hijos, seguía teniendo también un corazón de filósofo, que era lo que había estudiado tanto en Río como en la Sorbona parisiense, y cuando se distendía tras una entrevista no se le caían los anillos por reconocer que había trabajos más "variados" que el suyo -por ejemplo, decía, el periodismo-, pero "pocos tan necesarios".

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Tampoco le hacía ascos a hablar de tenis, una de sus grandes pasiones, y desde luego un juego donde le parecía tan importante atender a las líneas y límites como desempeñarse con flexibilidad.

Trabajó, a lo largo de 33 años, en todos los niveles de la ONU: en ACNUR con los refugiados, en OCHA coordinando los asuntos humanitarios y en países como Líbano -donde fue consejero principal de las fuerzas de Naciones Unidas en 1981-, Angola, Camboya, Bangladesh, Sudán, Chipre, Mozambique, Perú, Ruanda -coordinador de las misiones humanitarias en la región de los Grandes Lagos-, Bosnia, Kosovo -representante especial de Kofi Annan- o Timor Oriental.

En este último destino, como máximo responsable de Naciones Unidas en el territorio ensangrentado y esquilmado por Indonesia y sus milicias paramilitares. Fue quizá donde más brilló su audacia y su tenacidad, porque pudo demostrar a quien quisiera verlo que los derechos humanos no son teoría, sino que no pueden separarse del restablecimiento de una mínima normalidad en las infraestructuras destruidas por la violencia y la anomia.

La transición, culminada en 2002, a la independencia y a la -aún tan precaria- viabilidad de Timor Oriental quizá haya sido el legado por el que Vieira de Mello pasará a la historia. Fue una misión ardua. Los periodistas que entraban en su oficina podían ver el cartel que había hecho colocar instando a los visitantes a depositar las armas que llevasen.

En Timor Oriental pudo ver completado el proceso democrático y saludar la elección como presidente del líder de la independencia, Xanana Gusmão.

Para la posteridad quedará la instantánea en el Bagdad de la posguerra de su discreta y elegante figura presentando ante un micrófono el friso de 25 iraquíes presuntamente nombrados por Estados Unidos y Reino Unido para gobernar Irak, sentados tras él en filas hieráticas a lo largo del escenario de un teatro. Una instantánea que, a la lívida luz de la matanza de ayer, obliga a dudar sobre hasta dónde Vieira de Mello tenía realmente capacidad de maniobra en su relación con el virrey estadounidense Paul Bremer.

Esta última semana, en cualquier caso, dijo en El Cairo que esa relación "ha sido operativa, ha sido constructiva, ha sido franca". Si bien añadió que al aterrizar en Bagdad se había encontrado con una "delicada, incluso extravagante situación". En palabras diplomáticas, no parece un mensaje de entusiasmo por las posibilidades de ejercitar una normalización real ni de ir hacia el clima de diálogo al que siempre aspiraba.

No en vano había adoptado en Irak lo que en la jerga se denomina "perfil bajo", y apenas opinaba públicamente de lo que estaba sucediendo tras la caída de Sadam. Todo lo más, apuntaba que Naciones Unidas intentaba "ayudar a los iraquíes en cualquier forma posible".

En julio pasado, dirigiéndose al Consejo de Seguridad de la ONU, pronunció otra de esas frases que ahora pueden leerse en amarga clave profética: "La presencia de Naciones Unidas en Irak sigue siendo vulnerable a ojos de todos aquellos que quieran ver a nuestra organización como un blanco".

Vieira de Mello sabía que su labor llevaba, como parte del contrato, el riesgo. Este periodista no le entrevistó durante su mandato en Irak, pero sí habló con él en dos ocasiones mientras desempeñaba su trabajo en Timor Oriental. "Peligro: minas", bromeó una de esas veces, citando el mensaje de los carteles que jalonan aún caminos de dos países que Vieira de Mello amó: Angola y Mozambique. Sabía, por tanto, de trampas y de escombros. Las regateaba con cintura carioca. Pero, aunque al hablar de peligros lo primero que le sacabas era una sonrisa muy lenta, conocía perfectamente que todo podía acabar como ayer acabó.

Sin embargo, sus familiares y amigos, sus colegas, pueden despedirle con orgullo: no es fácil que un funcionario internacional de tan alto rango logre concitar el respeto que él supo atraer.

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